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A partir del lago Vidraru, en el que desaparecieron los reclutas barridos por las avalanchas, la carretera Transfagarasan serpentea por un bosque de abetos. De vez en cuando brotan oratorios ortodoxos de madera policromada, monolitos de bronce con figuras de heroicos obreros socialistas triturando los ... Cárpatos con picos y palas. Nos cruzamos con cuatro motoristas que lucen chupas de cuero en sus Harley Davidson, dos monjes que pasean aireando sus barbas borrascosas y una ardilla. Parece un paisaje propicio para la introspección, la épica y el asesinato.
Remontamos un valle glaciar y pasamos Cabana Capra, un hotel que indica un cambio en los caprichos del dictador Ceaușescu: en vez de la pista militar de gravilla, de repente ordenó una carretera ancha y asfaltada para fomentar el turismo alpino. En el lago Balea, a 2.040 m, encontramos un teleférico, puestos de comida, un balcón sobre el tremendo zigzag de asfalto que baja hacia Transilvania, y el hotel en el que Ceaușescu inauguró esta carretera en 1974. Nunca tuvo uso militar y apenas uso civil, porque ya había otras carreteras más cómodas. La Transfagarasan permanece cerrada por nieve ocho meses al año. Da igual: las grandes obras servían para castigar a los disidentes, activar a miles de reclutas y fomentar un orgullo patrio que perdura: la carretera más espectacular de Europa, dicen. O la exhibición de una de esas extravagancias crueles del dictador: cómo atravesar los Cárpatos sin verdadera necesidad.
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