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En el alpinismo se valora la exploración, la dificultad, la innovación, el estilo ligero, el esfuerzo propio: una cierta ética, una cierta estética. Cuando lo interpretamos como una competición, se convierte en un deporte extraño. No tiene reglas, árbitros ni espectadores, pero hay que decidir ... quién es el mejor, así que recurrimos a la cantidad, a la obsesión por los números: quién ha subido los catorce ochomiles, quién ha subido más ochomiles incluso repetidos, como quien acumula puntos en el supermercado para ganar una tostadora. Un alpinista me lo explicó así: «Imagínate que se considerara el mejor ciclista del mundo a aquel que más veces ha subido el Tourmalet, y que diera igual si lo ha subido a rastras, si lo han ido empujando, si iba tan mal que en la bajada se ha despeñado por un barranco y han tenido que rescatarlo». Esa interpretación del alpinismo nos regaló episodios de reality show en aquellas carreras por acumular cimas de cualquier modo.
Durante veinte años viví en un tercer piso sin ascensor. Así que me planteé un reto: subir ocho mil veces los catorce metros de desnivel de las escaleras de mi casa. Y lo cumplí día tras día, sin oxígeno artificial, porteando a menudo las bolsas de la compra o la bici al hombro, sin contarlo en público hasta ahora, sin proclamarme el primer vasco que sube ocho mil catorces, desperdiciando así oportunidades de patrocinios y de hacerme un nombre en el arte de trepar.
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