Vuelven a recortar los horarios de 126 ambulatorios en verano, entre ellos el mío. Me dan cita con el especialista para dentro de cinco meses, y mi médico, un profesional estupendo, con una vocación que va más allá de sus obligaciones, se mosquea: «No me ... extraña que la gente se vaya a la privada». A mí tampoco. Ni me extraña que muchos opten por el vehículo particular, desesperados con el desastroso tren de cercanías que lleva años pudriéndose ante la indiferencia de los gestores.
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El deterioro de ciertos servicios públicos cotidianos es evidente. A cambio disfrutamos de megaproyectos virtuales como el tren de alta velocidad, de dudosa proporción coste-beneficio, con plazos que tienden al infinito y sobrecostes que se meriendan hermosas porciones del presupuesto año tras año. Una cosa no se explica sin la otra. Pero si cuestionas esa manera de hacer las cosas, o si te alegras de que se frenaran planes devoradores como el puerto exterior de Pasaia o la piscina de olas artificiales en Antondegi, te acusarán de oponerte al progreso y de pertenecer al club del no. Como si no pudiéramos debatir los temas uno a uno, como si no apreciáramos las buenas apuestas en urbanismo, transporte, cultura. Un antiguo concejal se lamentaba de que Donostia fuera «la ciudad de las plataformas». Entiendo que es más cómodo gobernar con ciudadanos que no rechistan, pero me parece más sana una comunidad que no se conforma con votar y callar, que se organiza y exige.
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