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Llegan las elecciones y recuerdo aquella vez en que yo también me presenté a unas europeas. Fue en un albergue de Estocolmo: me presenté ante unas chicas suecas y enseguida me dijeron que tenían novio. Cumplíamos 21 o 22 años, eran los tiempos del Interrail ... y del Erasmus, y yo no participé ni en uno ni en el otro, pero sí que me contagié de aquella efervescencia mochilera europea. Aprovechaba los veranos para recorrer el continente con mis amigos, primero en bici, luego en moto, y sentíamos una afinidad emocionante con los chavales italianos que nos acompañaron por un sendero alpino, con el hombretón noruego que nos trajo un anzuelo más resistente para pescar fanecas en las islas Lofoten, con los borrachos lituanos que abrieron nuestra tienda de campaña en plena madrugada (vaya susto) para invitarnos a su fiesta, y sobre todo con la austriaca a la que le gustó mi amigo pero (ay) se lo dijo tarde. Volvíamos a casa sintiéndonos europeíllos. Sé que suena ingenuo, pero aquel europeísmo era lo contrario de aquella definición que daba un sargento a los reclutas: «Cuando oís hablar en francés, ¿no os da rabia? Pues eso es el patriotismo».
Tampoco es tan ingenuo, si recordamos que los europeos se mataron con entusiasmo durante siglos y que nuestro continente está plagado de huellas de batallas, campos de concentración, muros y alambradas. No es nada ingenuo recordar, en vísperas electorales, lo extraña y valiosa que es una Europa políticamente unida contra el odio.
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