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A los periodistas a veces nos preguntan por qué no escribimos una novela. Suelo pensar que eso es como preguntarle a un futbolista por qué no se pasa al baloncesto, ya que ambos deportes se juegan con un balón, pero intento responder algo que suene ... menos borde. Además es cierto que algunos genios se dedican con brillantez tanto al reportaje como a la ficción, así que algo tendré que alegar.
De chaval leía novelas y periódicos. Descubrí una desventaja de la ficción: yo no me podía encontrar por la calle con el capitán Nemo, pero se me apareció Cabestany, uno de esos ídolos que en la infancia adquieren la cualidad de los mitos de la literatura o el cine, y me ayudó a soltar la rueda de mi bici en el velódromo de Anoeta. La realidad estaba plagada de regalos, solo había que salir a buscarlos. Me entraron picores viajeros, me gustó encontrarme con los otros –a veces otros muy otros– y me puse a escribir reportajes sobre las vidas tan distintas de un esquilador de ovejas en la Patagonia, un senegalés enrolado en un pesquero vasco, un ciclista del Tour, una víctima de ETA, una superviviente de Chernóbil, un cazador de focas en Groenlandia o una niña minera boliviana. Me asombra la variedad humana, me da mucho que pensar, me hace cuestionarme tantas cosas. Conocer esa variedad, contarla y leerla me multiplica la vida. Las novelas también lo hacen, por eso las leo. Pero supongo que escribiré ficción cuando se me agoten las vidas ajenas. Me da que eso tardará un poco.
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