Veo un documental sobre los Juegos Olímpicos de hace décadas y hay algo que me llama la atención: las celebraciones escuetas. El velocista cruza la meta de los cien metros lisos en primera posición, un instante explosivo que supone la cumbre de su vida profesional, ... esboza una sonrisa, saluda rápido con la mano y se aparta como si le diese apuro exhibirse. Se le nota una alegría inmensa pero contenida. A mí me parece una muestra de elegancia y respeto. Abebe Bikila ganó descalzo la maratón, abrió un poco los brazos al cruzar la meta y se alejó trotando. Di Stefano nunca celebraba los goles de penalti. Edmund Hillary pisó con Tenzing Norgay la cima del Everest, donde nunca había llegado nadie, sacó fotos pero no quiso aparecer en ninguna. Ahora las redes sociales chorrean fotos y vídeos de flipatletas que terminan una marcha y levantan la bici al cielo, se golpean el corazón con el puño, hacen muecas de dolor ante la cámara y publican frasecitas motivacionales de cartón piedra.
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Me parece fenomenal participar en marchas, carreras y carreritas; picarse con el colega, mejorar una marca y alegrarse. Estoy a favor de jugar, de seguir jugando como cuando éramos críos, organizábamos carreras en el barrio y levantábamos los brazos creyéndonos Hinault. Pero seguir creyéndotelo a los cuarenta y exhibirlo al mundo da vergüencilla. Esto lo dijo un tal Indurain: «Estoy contento con lo que he hecho, pero hay que ponerlo en su medida. No es más que una carrera de bicis».
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