Murió Arévalo, el hombre que colonizó las gasolineras con sus casetes de chistes de tartamudos y mariquitas, y algunos lamentaron que ya no se pueden soltar chanzas así. Alfonso Guerra dijo algo parecido unas semanas atrás: «Antes había chistes de homosexuales, de enanos, ahora no ... se puede hablar de nada». Lo que pasa es que tú añoras el privilegio de burlarte sin que te contesten, y ahora, cada vez más, te responden con el legítimo derecho a la crítica. Distingo entre lo que me parece humor fino y humor pringoso, solo faltaría que no pudiera decírtelo.

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Importa desde dónde se hace el humor. Cuando alguien le llama y se queja por la mala cobertura del teléfono, a mi amigo el periodista Álex Ayala le encanta responder: «Es que soy tar-tartamudo, hijo de p-p-puta». Álex escribió un texto magnífico sobre su tartamudez, sobre el sufrimiento que le ha acarreado desde la infancia, las burlas, los problemas para relacionarse, la odisea por las consultas de mil remediólogos; todo impregnado por un humor negro con el que se ríe de los malentendidos y los mitos sobre su trastorno: desde la peligrosa capacidad de hacer hablar demasiado a sus interlocutores (porque se apuran), hasta la inducción de orgasmos múltiples con su lengua ametralladora. Una vez acompañé a Álex a un tugurio inquietante en Bolivia, lo vi en acción y me impresionó: puedo asegurar que una de esas dos ventajas es cierta. Y representa una de sus principales virtudes como reportero.

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