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Ibardin parece un barrio de caseríos hipertrofiados con anabolizantes: una veintena de casas enormes, de cuatro o cinco plantas, con muros blancos y tejados a dos aguas que les dan un aire de arquitectura vasca, pero con escaparates, galerías acristaladas, estructuras metálicas para sostener terrazas, ... enormes paneles de colorines que anuncian restaurant supermarché tabac liqueurs parfumerie bijoux souvenirs. El collado de Ibardin alberga el paraíso del kitsch pirenaico. La carretera de la vertiente sur es muy tranquila, por la del norte suben caravanas de franceses a comprar productos a precios españoles y, de paso, a vivir una leve aventura en este exótico ambiente vascoide, fronterizo, trucho, delirante, divertido. Aquí puedes comer paella con sangría o pintxos con txakolí, puedes comprar toallas que son ikurriñas, camisetas de Mbappé de la selección francesa o trajes de flamenca, imanes de frigorífico con lauburus, ovejas y pimientos de Ezpeleta, figuritas de toreros o pelotaris.
Las ventas de Ibardin, Dantxarinea o Arnegi me daban un poco de repelús, hasta que les tomé simpatía cuando caí en la cuenta de que reducen las patrias a caricaturas –valga la redundancia–, las banalizan, las ofrecen como baratijas, las mezclan con promiscuidad y las venden a precio de saldo. Si te va el rollo vasco, aupa; si te va el francés, allez, les bleus; si te va el español, ole, ole. Sea cual sea tu patria, aquí lo único que les importa es que te la compres.
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