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Hace dieciséis años Víctor Iriarte me contó que iban a proyectar su cortometraje 'Decir adiós' en un cine de Rabat. Yo tenía entonces una vieja furgoneta melonera, que al alcanzar los 105 km/h sonaba como una ferretería derrumbándose durante un terremoto; también tenía sacos ... de dormir y buenos derrepentes; así que viajamos 3.500 km para ver su película de 18 minutos: la proporción más ruinosa de la historia del cine.
El domingo paseé hasta los cines Príncipe para ver 'Sobre todo de noche'. Tres kilómetros para una peli de Iriarte que dura 110 minutos: eso ya parece una proporción razonable, un síntoma de vejez. Pero sentí que repetíamos un viaje igual de iriartesco. En Marruecos me llevó a la cisterna de El Jadida, un depósito de agua subterráneo con cinco filas de cinco columnas que sostienen bóvedas góticas, en el que Orson Welles rodó una persecución de 'Otelo' entre chapoteos y reflejos. El domingo Iriarte nos bajó a los espectadores a otro depósito de agua con arcos de ladrillo, a archivos ocultos, tuberías judiciales, íntimas cajas fuertes. Seguimos a una madre en la búsqueda de su historia borrada, la del hijo que dio en adopción. «Lo único que no me arrebataron es mi manera de contar la historia». 'Sobre todo de noche' son muchas pelis en una: es cine negro, cine de viaje, cine de denuncia, cine musical, cine de mapas, relojes y espejos, son veinte mil manos de viaje submarino. Es, sobre todo, el ojo de buey por el que Iriarte mira la vida.
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