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Las recomendaciones de la Unión Europea para preparar un kit con el que sobrevivir tres días en caso de guerra me pillan cargando las alforjas ... para un viaje de varias semanas en bici. Es un rito que llevo tres décadas repitiendo: a los 18 años, con más fuerza que dinero, acarreaba la tienda, el saco, la esterilla, el hornillo, el cazo, los cubiertos; rozando ya la cincuentena, con más dinero que fuerza, me planteo sustituir toda esa impedimenta por una tarjeta de crédito en el bolsillo. Todavía me resisto, en parte me resisto y me llevo la carga necesaria para dormir al aire libre. Quiero seguir aceptando un poco de incomodidad y de incertidumbre, por no aplatanarme demasiado y sobre todo por la recompensa: ese goce casi eufórico que siento cuando ceno en algún prado discreto o detrás de una ermita y me echo a dormir.
Puede que en los descensos el ciclista sienta la emoción de volar, hermanado con los milanos que dan vueltas sobre su cabeza, pero el siguiente repecho le recordará que es un animal de carga. Por eso, la ligereza suele derivar en obsesión: he visto a cicloviajeros que cortaban las etiquetas de los calzoncillos. Yo también aligero hasta extremos un poco gansos –borro fotos para que el móvil pese menos– pero luego asumo sin problemas otros lastres –aún llevo un libro en papel–, porque me gusta viajar lento y recordar así que el mundo siempre está disponible y disfrutable, para quien pueda y se anime, mientras no nos lo revienten.
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