En la sidrería hablaba a voces un tipo musculoso, hipertatuado, barbita cuidada: «¡puta lluvia!», «¡un puto fan del Barça es lo puto peor!», «¡qué juerga se pegó el puto Mikel, buah, chaval!». De vez en cuando se miraba el reloj, de esos que registran tus ... actividades físicas, y pensé que quizá intentaba batir alguna plusmarca de putos por minuto.
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Dijo que era una puta vergüenza que las remeras cobraran el mismo premio que los remeros en la Concha, porque solo reman la mitad (eh, mozo: lo cobran por ganar, no por distancia recorrida; según tu iluminado criterio, el ganador de los cien metros debería cobrar 420 veces menos que el de la maratón). Que a las futbolistas se les ha ido la olla con el pico de Rubiales (el pico que destapó un océano de porquería del que ya antes habían escapado, por ejemplo, dos jugadoras de la Real); que un hombre no puede quedarse a solas en un ascensor con una mujer, porque ella puede acusarlo de cualquier cosa y él va a la cárcel (no); que en tal empresa multinacional de seguros antes todos los directivos eran hombres y ahora de golpe «son todas mujeres menos dos» (lo de antes le debía de parecer el orden natural de las cosas, lo de ahora es mentira: veo que esa empresa presume de tener un 42% de directivas). Cuando creí que iba a eructar, soltó que el hombre blanco heterosexual está en vías de extinción. Debía de creerse representante de ese sector, pero solo era un machito musculoso, machito vociferante, machito asustado.
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