Poulidor, por fin de amarillo. Los periodistas tenían la crónica preparada a las diez de la noche del 29 de junio de 1967, a la espera de que los últimos cinco o seis ciclistas poco conocidos terminaran el prólogo nocturno del Tour. Poulidor había marcado ... el mejor tiempo y toda Francia contenía la respiración: su adorado ciclista se pasó quince años rondando el triunfo final del Tour, con tres segundos puestos, cinco terceros y ni una sola jornada como líder, y parecía que al menos iba a romper la maldición del amarillo.

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Entonces apareció José María Errandonea. El irunés arriesgó en un circuito de curvas y contracurvas, subidas, bajadas y tramos adoquinados. Derrapó, enderezó la bici de milagro, esprintó y batió a Poulidor por seis segundos.

Errandonea pasó de la euforia al calvario. Había disputado el prólogo con un forúnculo incipiente. Corrió la primera etapa con un entrecot en el perineo para aliviar la rozadura del sillín, sufrió un suplicio de 185 km, resistió. Pero perdió el maillot amarillo al día siguiente. Intentaron sajarle el forúnculo, se lo dejaron peor y se volvió en tren a casa.

Poulidor entendió que el triunfo no es la única manera de pasar a la historia: «Si hubiera ganado un Tour», dijo, «nadie se acordaría de mí». Errandonea confirma el fenómeno: «A mí me recuerdan porque fui el que dejé a Poulidor sin amarillo». Pero también quedó en nuestra memoria por otro motivo: fue el primer maillot amarillo vasco.

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