El Marie Blanque es un puerto tajante: una recta de oeste a este, por una vaguada boscosa, con cinco kilómetros suaves y cuatro terribles. Sin paisaje, sin distracciones, es el terreno ideal para desarrollar capacidades valiosas en el ciclismo, la vida y la escritura: agachar ... la cabeza, apretar los dientes y esperar a que el mal trago acabe cuanto antes.

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Es un puerto sin matices. Existen dos versiones, una luminosa y otra tenebrosa, sobre su nombre: o lo recibe por el alimoche de alas blancas, que sobrevuela los Pirineos con ligereza como ayer Vingegaard; o se lo debe a una mujer del valle de Aspe encargada de componer cantos fúnebres en el siglo XVII, casi como ayer Pogacar, torturado en sus rampas.

Estos grandes puertos del Pirineo no los construyeron para facilitar la vida de leñadores, pastoras y arrieros, que durante siglos se despeñaban sin que le importara a nadie. Los hicieron para que la emperatriz María Eugenia y su corte de aristócratas prolongaran sus veraneos en Biarritz con viajes cómodos por las estaciones termales. En 1860, Napoleón III ordenó que se construyeran carreteras para carruajes por los collados de Marie Blanque, Aubisque, Soulor, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Justo por donde pasa el Tour entre ayer y hoy, por los escenarios donde lleva un siglo escribiendo sus leyendas. Porque los ciclistas, alpinistas y excursionistas no somos herederos de los montañeses, por muy duros que nos creamos, sino de la emperatriz y sus felices turistas.

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