Los equipos vascos de rescate actúan cuatrocientas veces al año para sacar de apuros a montañeros, espeleólogos, ciclistas, buscadores de setas, bañistas y despistados en general. A veces son operaciones sencillas, a veces muy complejas, y cuando aparecen en las noticias, no falta el coro ... de comentaristas indignados. Si la persona en apuros acaba palmando, la suelen dejar en paz. Pero como sobreviva, ya puede prepararse para una sesión de despelleje y friegas con vinagre: ¡a quién se le ocurre, menudo imprudente! (aquí el coro a veces tiene razón), ¡que se pague el rescate de su bolsillo! (y aquí siempre me entran dudas).

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Me entran dudas, porque nos indignamos con las imprudencias ajenas y somos exquisitamente comprensivos con las nuestras. Porque las indignaciones suelen levantarse contra las negligencias deportivas, pero correr por el monte puede ser menos peligroso que chuparse rondas diarias de vinos, por mencionar dos de nuestros deportes nacionales. Y me parecería mezquino cobrarle la asistencia al txikitero al que le ha dado un patatús, al fumador irredento, al conductor veloz que se ha salido en una curva o al ciclista estampado contra un pino. Existen imprudencias palmarias, comportamientos de riesgo evidentes, pero no soy capaz de establecer el límite en el que deberíamos cobrarlos. Solo tengo claras dos cosas: el listón del comportamiento adecuado lo ponemos justo en lo que hacemos nosotros y lo que más nos gusta es dar sermones.

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