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Me gustan las placas de hierro fundido que indican las altitudes en las estaciones de tren. Son medidas anteriores a los satélites y evocan el trabajo de unos topógrafos a los que imagino con sus teodolitos, escuadras y lápices, serios, rigurosos, con mostachos decimonónicos, calculando ... ángulos y distancias a mano, entregados a la misión de medir el mundo. De su viaje prodigioso quedan huellas como la placa del ayuntamiento de Roncal, que indica «695,232 metros sobre el nivel del mar en Alicante», así, con tres decimales, en un alarde de precisión entre lo sublime y lo patológico. ¿Cuál será ese milímetro exacto roncalés?
Ese viaje empezó en Alicante. Allí un funcionario anotó la altura del mar cuatro veces al día entre 1870 y 1874. Calcularon la media, establecieron que ese era el nivel cero de España y siguieron la línea del tren midiendo altitudes paso a paso hasta Santander, conservando siempre tres decimales. Descubrieron, tatachán, que el Cantábrico está 870 milímetros más alto que el Mediterráneo. La diferencia se debe a las minúsculas irregularidades en la forma del planeta y en su campo gravitatorio. La superficie de un huevo es, en proporción, más montañosa que la Tierra. Por eso, cuando veo las dos placas de mármol que indican la altitud del ayuntamiento de Pamplona (444,67 metros sobre Alicante, 443,80 sobre Santander), me maravillan aquellos topógrafos que pasaron su mano por la superficie del mundo y detectaron la imperfección.
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