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En Florencia hay que sacarse fotos delante de las estatuas, beber vino chianti, lamentar la masificación turística –que son todos menos yo– y despotricar contra las colas interminables para visitar la cúpula de Brunelleschi o el campanario de Giotto.
Lo bueno de hacer cola es ... que nos obliga a mirar. A los diez minutos nos cansamos de sacar fotos y no nos queda otro remedio que mirar. Igual hasta conseguimos ver. Cuando entramos a la catedral, estamos obligados a quedarnos más rato, a mirar mejor, aunque sea por una razón tonta de inversión y rendimiento: si hemos esperado tanto, se supone que la visita es muy valiosa y debemos aprovecharla. Así que miremos, miremos despacio, acabaremos viendo algo. En el campanario, en el baptisterio, en las galerías de los Uffizi, en esos sitios donde hay que esperar una hora o dos para entrar, los visitantes no nos conformamos con sacar unas fotos y marcharnos. Nos quedamos un buen rato deambulando, observando, comentando. La oficina de turismo vende un pase que permite visitar todos los museos y monumentos durante 72 horas. Menuda pesadilla. También otorga preferencia para saltarse las colas, y hay que verlos, con el pase colgando del cuello, entrando con prisas a la catedral, visitándola rápido, sacando fotos y tachándola de la lista para saltar al siguiente museo. Por eso les veo ventajas a las colas y creo que si algún día no hubiera tantos turistas, el ayuntamiento debería añadir figurantes.
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