La recuerdo como una de las excursiones escolares más perturbadoras: la visita al esqueleto de ballena que colgaba del techo en el Aquarium, un ensamblado de huesos descomunales con esa inquietante cualidad aérea, que me hacía imaginar un monstruo volador con las mandíbulas a punto ... de cerrarse sobre mí. Aprendimos que los vascos vivían a orillas de un mar que en invierno aparecía repleto de ballenas dispuestas a aparearse y criar. En un sello de Hondarribia, fechado en 1297, figuran cuatro personas en una chalupa lanzando arpones a un cetáceo: la representación más antigua de esta caza en Europa. Las cazaban en el Cantábrico y las perseguían cada vez más lejos, hasta un nuevo mundo. Se ve que echamos de menos a las ballenas, porque las representamos por todas partes, como nuestro animal totémico: ahora nadan sonrientes en las ilustraciones de cuentos infantiles, amenazantes en cómics y pinturas, majestuosas en murales, obras de teatro, tarjetas postales, etiquetas de vinos, logos de ropa. Las vemos por todas partes salvo en el mar. Es la 'Eubalaena glacialis' y nos gusta recordar que también la llamaban 'Balaena biscayensis'. Por el pueblo que la exterminó en sus aguas.

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Cocineros y ecologistas piden que no comamos angulas en la víspera de San Sebastián porque están en riesgo de extinción y leo reacciones contrarias con dos argumentos: tradición y libertad. Arrasar con nuestro entorno es una libertad cuestionable pero, sin duda, una firme tradición.

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