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A mis 16 años, un sábado caminé de madrugada por Gros hacia el sitio en el que tenía candada la bici. En una plazoleta vacía, un hombre me paró para preguntarme la hora. Las tres. Continué mi camino y noté que el hombre venía detrás. ... En vez de avanzar recto, di rodeos por varias manzanas y comprobé que me seguía a cierta distancia. Supuse que me habría visto candando la bici horas antes, y ya de noche me la quería robar. Calculé que me daba tiempo a escapar pedaleando, así que solté rápido el candado, me giré... y vi que el hombre se había bajado los pantalones y se estaba masturbando ante mí. Salí pitando.
En todo ese rato ni se me había ocurrido que corriera ningún tipo de peligro sexual. Y seguro que ese miedo es el primero que les salta a las chicas si de noche les sigue un extraño, porque la mayoría ha ido viviendo, como mínimo, episodios de presión sexual de apariencia leve: el viejillo que las agarra y soba un poco en el parque, el compañero de clase que se burla y les sube la falda, el ligón de bar que se les pone agresivo y vacilón delante de los colegas, el jefe que hace gracietas sexuales, el desconocido que les suelta algo por la calle, y así han desarrollado una alerta permanente que limita su libertad. Cuando algunos usan el lema «no todos los hombres» agreden, desvían el foco del hecho denunciado: casi todas las mujeres sufren agresiones y aprenden a temerlas. La lucha contra esa amenaza también convoca a los hombres que no agreden.
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