Suena una alarma estridente en el móvil, destellan mensajes en inglés y rumano: osos en la zona. «A veces se dan una vuelta alrededor del restaurante», nos dice el camarero al pie de los Cárpatos. No me extraña, porque aquí te traen el menú en ... unas bandejas olorosas que no caben por la puerta: de primero, polenta con queso fundido, nata agria, panceta y huevos fritos; de segundo, rollos de carne de cordero envuelta en hojas de col; de postre, bollos rellenos de queso fresco, nata y mermelada. Si te lo terminas, ya puedes buscarte una cueva y dormir todo el invierno. «El problema son las osas con crías, porque atacan a los turistas. Llevamos seis meses con el sendero cerrado».

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El sendero sube por el bosque hasta el castillo de Poenari. En 1459, Vlad Tepes, alias Vlad Draculea, reconstruyó esta fortaleza para impedir que los enemigos llegaran desde Transilvania y atacaran las llanuras de Valaquia. Sí, aquel Draculea era príncipe de Valaquia, no de Transilvania, como ese otro príncipe de los colmillos sangrientos que se inventó un irlandés sensacionalista. Desde el restaurante se ven, allá arriba, las ruinas inaccesibles por culpa de las osas. Junto al castillo empalaron dos muñecos para rememorar las aficiones de Vlad.

Aquí hay osos, aquí hay enemigos empalados, hasta aquí llegó Draculea. A partir de aquí empieza la Transfagarasan, una carretera paranoica, violenta y revirada como la mente de su creador: el camarada Ceaușescu. (Seguirá).

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