El 23 de enero de 1973, en plena madrugada, la tierra crujió en la isla de Heimaey. Se abrió una grieta de dos kilómetros y brotó una cortina de fuego de docenas de metros de altura, muy cerca del único pueblo. Los cinco mil habitantes ... saltaron de sus camas a los barcos, huyeron y durante cuatro meses recibieron noticias del angustioso avance de la lava: ríos incandescentes devoraron 380 casas, toneladas de cenizas sepultaron campos de cultivo y la lava fue taponando la bocana del puerto, una de los mayores bases pesqueras del Atlántico Norte. Los bomberos lanzaban agua de mar para frenar las coladas. Parecía tan inútil como escupir a un dragón, pero la lava se detuvo antes de cegar el puerto.
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El marino Siggi evacuó a personas, coches y toneladas de pescado. «La reconstrucción fue muy emocionante», me contó en 2008. «Trabajamos codo con codo, vinieron voluntarios de veinte países y rehicimos el pueblo». Caminé con él por un campo de lava sólida del que emergían restos de los barrios sepultados y subimos al Eldfell, la montaña de 200 metros que nació con la erupción y mantiene sus entrañas a cientos de grados de temperatura: las aprovecharon para surtir de agua caliente al pueblo reconstruido. Ahora que Islandia se abre otra vez, me acuerdo de los escolares que vimos en el Eldfell: enterraban ollas con masas de harina, levadura y sal, para cocerlas con el calor de la lava. A estos islandeses les toca vivir en el infierno y lo aprovechan para hacer pan.
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