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Me tenía que pillar en bici. La llamada con la que me comunicaron la muerte repentina de nuestro padre Iñaki me pilló el domingo en Orio, subí al primer tren y entré en su habitación con mis hermanos para agarrarle la mano fría. Tras el ... golpe de espanto y dolor, me calmé un poco, reparé en mis pintas de ciclista sudado y me salió una sonrisa. Me pareció que era la suya, asomada a mi cara.
Él me llevó a los Pirineos con 9 años, me enseñó a montar una tienda de campaña y me hizo esperar dos días a que llegara el Tour. Aquella aventura fue el inicio de un rito, una manera de hilvanar la vida, una de tantas formas que tiene el amor para coser a las familias y hacerlas perdurar, en hijos y nietos, incluso después de los desgarrones. Ahí están las redes que él tejió con nuestra madre Arantza y con sus amigos, el club cicloturista Loiolatarra, las tamborradas de Santo Tomas Lizeoa y Kañoietan, la escuela de ciclismo Artzak Ortzeok en la que hacía de presidente, chófer, mecánico, masajista y encantador de serpientes para conseguir patrocinadores que sostuvieran la pasión de cien chavales. Mis mejores amigos, esos con los que recorres la vida entera, los encontré allí.
Hace poco le dije que quería comprarme una bici, y sus últimos diez whatsapps son bicis y más bicis, bicis buenísimas que él me buscaba con una ilusión sorprendente. Tenía sus achaques, hace años que dejó el ciclismo, pero hasta el último día encontró la manera de que pedaleáramos juntos.
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