Pello Ruiz Cabestany no había vuelto a ver las imágenes de su victoria en el Tour de 1986. Cuando se las pusieron veinticinco años más tarde, en una sala llena de público, soltó un grito: «¡Que no llego, que no llego!». El Pello de 1986, ... con el maillot blanquiazul del Seat-Orbea, se había fugado del pelotón a falta de siete kilómetros y esprintaba de pie en la ligera subida de la meta de Evreux, con pocos metros de ventaja y los velocistas lanzados a por él. Se asfixió y se sentó. Había calculado mal sus fuerzas. Llegaba disparado Vanderaerden con su maillot verde, Pello se puso otra vez de pie («no lo entiendo, no sé cómo pude») y prolongó el baile en agonía hasta cruzar la línea. No tuvo tiempo ni de levantar las manos. Dejó de pedalear y hundió la cabeza en el pecho como si lo hubieran desenchufado de golpe. Vanderaerden lo adelantó veloz, furioso, tarde. «He llegado más allá de mis límites», dijo Pello.

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Un año antes subió escapado el Tourmalet. Tenía 23 años y disfrutaba al máximo del ciclismo como juego, pura diversión, hasta que cruzó otro límite: coronó el puerto con esperanzas de ganar en Luz Ardiden y de pronto le ordenaron que esperara a su compañero Pedro Delgado, que había atacado desde el grupo de los favoritos. Bajó esperando y llorando. Tiró de Delgado, que ganó la etapa, y reventó. «Comprendí que yo era un profesional al que pagaban para obedecer. En el Tourmalet alguien le dio al interruptor, se acabó la fiesta y empezó el oficio».

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