En los 20 kilómetros marcha de los campeonatos europeos de atletismo, Laura García Caro tomó una bandera española, se la anudó en el cuello y recorrió los últimos metros sonriendo, mirando a la grada, levantando el puño para celebrar su medalla de bronce, sin darse ... cuenta de que la ucraniana Olyanovska le comía terreno a toda velocidad. En una repetición cruel a cámara hiperlenta, se ve la transformación del rostro de García Caro: de la sonrisa exultante a la mueca de terror cuando ve que Olyanovska la rebasa en el último metro.
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Dos días después, la ciclista Christine Majerus levantó los brazos en el Tour of Britain y perdió la etapa. En estos últimos meses, Tobias Johannessen perdió la Classic Var; y Lorena Wiebes, la Amstel Gold Race, por celebrarlas demasiado pronto. Y cómo olvidar el éxtasis triunfal de Alaphilippe en la Lieja de hace unos años, mientras Roglic se le colaba bajo el sobaco. Estas cosas han ocurrido toda la vida. Pero, con el rigor científico habitual de los columnistas, diría que ahora suceden con más frecuencia. ¿Será que somos una sociedad más exhibicionista, más pendiente de salir en las fotos? Cuando experimentamos algo, ¿no nos parece tan valioso si no desplegamos nuestra alegría en las redes? Los atletas preparan hasta el momento de recibir su bandera en la recta final: García Caro declaró que la había tomado demasiado pronto. La lección es amarga pero nos vale para la vida: esto de ondear banderas no nos trae nada bueno.
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