A los 23 años, Josema y yo viajamos en una moto pequeña hasta el Cabo Norte noruego. Cuando cargamos tienda, sacos, hornillo, sartén y cazo, nos quedó tan poco sitio que metimos una sola cuchara y un solo tenedor, con la emoción de esperar a ... quién le tocaría el tenedor cuando cenáramos sopa de sobre. A pesar de semejantes apreturas, él añadió unas pinturas Plastidecor. Lo curioso es que dibuja con la habilidad de un macaco hipoglucémico y no lo hace nunca, salvo cuando viaja. En Copenhague, mientras los turistas sacábamos fotos olvidables de la Sirenita, Josema dedicó un rato largo a pintar la estatua en su cuaderno. Nadie la observó como él.

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Siempre me envía postales con letra apretadísima y dibujos de detalles: las piernas distorsionadas por la refracción del agua en un cuadro de El Greco, la variedad de platos combinados en los bares de Vallecas o las agujas del Big Ben («¡No hay segundero! ¡Pueden llegar 59 segundos tarde y presumir de puntualidad británica!»). En Colombia insistió para que quedáramos con Arantxi Padilla, corresponsal de EITB, a quien él no conocía en persona. A Arantxi le dio un ataque de risa cuando Josema le fue entregando un bote de Colacao, cuatro paquetes de galletas Príncipe y dos de Filipinos, justo lo que ella había dicho en la radio que era lo que más añoraba. Hoy Josema cumple 48 tacos y yo le pido que en el siguiente cuarto de siglo me siga enseñando a vivir con esa intensidad y esa atención que tanto le envidio.

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