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La Transfagarasan es una carretera paranoica, violenta y revirada, como la mente de su creador. El dictador rumano Ceaușescu temía una invasión de los soviéticos, que acababan de aplastar la apertura política checoslovaca, así que en 1969 anunció el proyecto: una pista de 90 km ... a través de las montañas Fagaras, las más altas y abruptas de los Cárpatos, para que el ejército rumano pudiera refugiarse en Transilvania. «Los civiles lo hubieran hecho en veinte años; los militares lo hicimos en cinco», fardaba el general Mazilu, quien envió a miles de reclutas a picar piedra entre derrumbes, tormentas y nevadas.
La carretera es un delirio: avanza por desfiladeros excavada en la roca viva, sostenida por muros, volando sobre viaductos, perforando túneles enroscados, hasta que alcanza un primer escalón en el lago Vidraru. Allí nos recibe un gigantesco robot metálico que alza los brazos y sostiene un rayo en cada mano. Es una versión futurista de Prometeo, una versión futurista retro, como de peli de ciencia ficción de los 60, quizá un Ceaușescu del siglo XXVIII lanzando rayos cósmicos.
«Llovía a mares», contó el coronel Monteanu, «oímos un estruendo, y una avalancha de rocas y barro arrastró a varios soldados hasta el lago. Algunos salieron nadando, otros desaparecieron». Nunca hubo datos fiables sobre los muertos durante las obras: cuarenta, decía el Gobierno; muchísimos más, susurraban en las aldeas, porque los accidentes se ocultaban. (Seguirá).
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