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Llegamos al aeropuerto de Bérgamo dos horas antes del vuelo, nuestro margen habitual para pasar el control, comprar revistas, aburrirnos un poco y tomar un café a precio de sangre de unicornio. (Lo pagamos porque es el último: mi pareja considera que ninguno de los ... brebajes que se sirven entre los Alpes y el Atlántico merece el nombre de café. La segunda cosa que más gusta a los italianos es un café bueno; la primera es un café malo que les permita protestar con aspavientos).
Dos horas suelen bastar y sobrar, pero era 1 de enero y nos topamos con una hilera interminable. Entre cientos de personas que podíamos perder nuestros vuelos, se desplegó toda la gama de los comportamientos humanos: algunos se colaron a las bravas; otros pidieron paso por favor; hubo quienes respondieron que ni hablar, que ellos habían llegado con mucha antelación y no iban a perder posiciones por la imprevisión ajena; hubo quien se hizo a un lado y pidió que dejaran avanzar a quienes tuvieran más urgencia. Hubo señores pasando por encima de cualquiera, hubo familias aupando a los niños para que no los aplastaran, hubo insultos, lloros, peleas y una detención, hubo colapso, tumulto, histeria. Embarcamos de milagro, creo que sin perder demasiada dignidad. Hubo un aeropuerto que programó mogollón de vuelos al mismo tiempo y dejó la mitad de los arcos de control cerrados, sin personal: hubo la codicia de esas grandes empresas que nos tratan como a ganado porque se saben impunes.
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