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Pedaleábamos por una pista de tierra, buscando cualquier rincón del bosque para instalar la tienda de campaña junto a un lago de Albania. Al pasar junto a un chiringuito, un hombre de 60 años nos preguntó: «¿Camping?». Se dedicaba a servir comidas pero también nos ... ofreció un terrenito con una caseta de ducha. «¿Cuánto cuesta la noche?». «Lo que queráis. Cinco euros, diez, nada», contestó en italiano. Acampamos, cenamos pescado a la brasa y el hombre, al que llamaremos Arjan porque no conviene dar su nombre verdadero, nos invitó a unos chupitos de rakí. «Yo soy de Himarë, allí tenía un restaurante pero me echó la mafia». Himarë es uno de los pueblos de la costa jónica albanesa, una sucesión de playas blancas y calas turquesas que vive una explosión turística.
De chaval, Arjan memorizaba las canciones italianas que oía a escondidas en la RAI, prohibida por el dictador Hoxha. Al caer el comunismo emigró a Brindisi, trabajó unos años y con lo ahorrado volvió a la costa albanesa para montar su pequeño restaurante. «Pero aquí la mafia son las familias del Gobierno, las mismas que tenían poder durante la dictadura y se cambiaron de chaqueta. Nos echan de la costa, nos expropian para construir sus hoteles, restaurantes y residencias de lujo con seguridad privada. Os bañáis en esas playas, cenáis en esos restaurantes, pero lo que está pasando en Albania los turistas no lo veis». Eso es algo que nos define a los turistas: vamos pero no vemos.
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