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Vas a firmar un préstamo hipotecario, con el que el banco ganará un pastizal, y descubres una comisión de 24 euros anuales por «gastos de correspondencia». Quizá creas que todos los meses aparecerá un jinete a lomos de una yegua blanca, para tocar la corneta ... bajo tu balcón y entregarte un pergamino lacrado. No, ni siquiera te mandarán una carta, ni siquiera un email, porque ya te llegan los avisos a la aplicación.
Me encantaría cobrar una comisión a mis editores por comunicarme con ellos, pero a ver, me daría apurillo. Debería asistir a esas reuniones en las que ejecutivos impecables planean las maneras más ruines y creativas de sacarle unas monedillas al cliente: esconder el teléfono de atención gratuito y mostrar solo uno de pago, diseñar laberintos infernales para quien quiera darse de baja de un servicio, darte de comer y cobrarte por os cubiertos. ¡Qué artistas!
Hace poco el jefazo del banco salió en la tele serio, satisfecho, rebosando honorabilidad, anunció beneficios históricos y yo noté en el bulto de su bolsillo mis doce monedas de dos euros. Empecé a ver cómo le crecían las orejas, un hocico con bigotes, un par de paletas roedoras. Me lo imaginaba en el poteo después de la junta de accionistas, fingiendo buscar en el bolsillo y diciendo que no llevaba suelto. Ya pago yo, tranquilo, que me alegra ver cuánto ha prosperado aquel tipo que todos los días te decía en la estación de autobuses que le faltaban veinte duros 'pa' ir a Burgos.
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