La aldea de Roque Bermejo, en las montañas tinerfeñas de Anaga, es un puñado de casitas de colores que parecen dados lanzados barranco abajo hasta el borde del mar. Solo se llega en barco o por un sendero escarpado de cuatro kilómetros. De una casa ... azul sale una señora risueña con blusa verde, falda negra y sombrero de paja. Le doy los buenos días. «Ah, usted no es alemán». Se llama Fidelina Gallardo, ronda los ochenta y me invita a pasar: en su salón tiene una mesa con mantel de hule, un frigorífico, un mostrador y estanterías repletas de conservas, aceite, galletas, plátanos, cerveza, vino y tabaco. Fidelina, la ventera de Roque Bermejo, nació en una cueva y desde los ocho años pastoreó cabras, trabajó la huerta y subió el pescado montaña arriba para cambiarlo por papas. «Así vivíamos, era la pena negra. Me hubiera gustado ser joven ahora». Se casó con un pescador. De este puertecito sacaban carbón y madera a Santa Cruz. «Si la niña se ponía enferma y había mala mar, me la echaba al hombro y la llevaba cuatro horas hasta el médico en Igueste». En Igueste se compraron un piso, cuando sus dos niños tenían ya ocho o nueve años, para que pudieran ir al colegio. Ahora pasan temporadas en Roque Bermejo, pescando, vendiendo a los excursionistas las cervezas que hasta hace poco Fidelina bajaba por el barranco en cajas sobre su cabeza. En el sendero, las rocas aparecen pulidas y brillantes por las pisadas: es el camino de Fidelina hacia el resto del mundo.
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