Huir de Roma es una de las mejores experiencias que ofrece la ciudad. Tras el empacho de maravillas y muchedumbres, entre el tráfico que irrumpe como una invasión bárbara diaria, alquilamos unas bicis para tomar la primera escapatoria que trazaron los romanos: la Via Appia. ... Avanza rectísima por la campiña, enlosada, flanqueada por pinos, cipreses, tumbas, mausoleos, torres funerarias y bustos marmóreos de muertos que insisten en recordarnos que fueron gente importante. «Sin fama se disuelve...», dice una lápida fragmentada. Bajamos a las catacumbas, donde los ricos pagaban dinerales para que los enterraran junto a los papas y los mártires cristianos, entre frescos que representan a santos, profetas... y a dos obreros con sus picos: ellos también quisieron trascender. Subimos a la villa descomunal del emperador Majencio –palacio, circo y mausoleo–, que se exhibe como muestra de las glorias terrenales. La superan, en mi opinión, los canelones de ricotta y espinaca que sirven en un puestecito bajo los pinos.
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Regresamos por los siete acueductos y el valle de Cafarella, con sus bosques, templos de ninfas y rebaños de ovejas. La iglesia del Domine Quo Vadis marca el punto en el que san Pedro, huyendo de Roma, se encontró con Cristo y decidió regresar para que lo crucificaran. La losa que muestra las huellas de los pies de Cristo es en realidad una ofrenda pagana al dios de los buenos regresos. De las experiencias que ofrece la ciudad, volver a Roma es la mejor.
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