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En esta ciudad, al salir de fiesta, los adolescentes adquiríamos habilidades de supervivencia: intuíamos la aparición de barricadas, lanzamientos de piedras, incendios de autobuses y cargas de antidisturbios; conocíamos escondites y escapatorias. En Atotxa se cantaba «indios fuera» a los futbolistas latinoamericanos y «maricón» a ... cualquiera; había avalanchas, enfrentamientos, amenazas de bomba tan habituales como ignoradas. En las carreteras morían ocho veces más personas que hoy. En plena epidemia de heroína, abundaban los asaltos a farmacias y bancos, robos en domicilios y atracos con navaja a plena luz del día. Había terrorismo, asesinatos, secuestros, acosos, destrucciones de comercios, zonas vedadas de la ciudad; una de las imágenes más repetidas en las portadas era la de un cadáver en un charco de sangre. En el programa de humor más famoso de la tele, una mujer con la cara hinchada decía «mi marido me pega» y ese era el chiste de moda.
Nuestra sociedad actual es mucho menos agresiva, pero por supuesto sigue habiendo violencia –nos sacuden casos recientes desde Txomin hasta Mocejón, pasando por Barcelona– y debemos tomarla muy en serio. El sufrimiento de una víctima no lo atenúa ninguna comparación estadística. Tomarla en serio significa, entre otras cosas, no minimizar su gravedad, no exagerarla y no señalar a inocentes extendiendo culpas colectivas según origen, género o profesión, como hacen algunos para arrimar el ascua a sus sardinas podridas.
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