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En mi columna más triste de este año mencioné una ardilla atropellada en la carretera de Goizueta. El domingo, en esa misma carretera, me encontré con un zorro reventado en un charco de sangre. Y ya hace muchos años aprendí que la primera señal de ... la primavera, cuando los hayedos aún están pelados, es el holocausto anfibio del Urumea: sapos, sapos y más sapos aplastados por los coches.
Es una carretera con poco tráfico, los animales se atreven a cruzarla y les pasa como al erizo en el poema de Atxaga: se despierta, repasa las pocas palabras que conoce (caracol, gusano, cucaracha, en qué charco os escondéis, ahí está el arroyo, este es mi reino, tengo hambre), entra en la carretera, y como su diccionario no se ha renovado en los últimos siete mil años, no entiende las luces del coche que se acerca, no percibe la inminencia de su muerte. En la carretera de Goizueta me acuerdo del señor Summers, el hombrecillo de la novela 'Todos los animales pequeños' que vive en una cabaña del bosque, odia a los automovilistas y entierra a los animales atropellados. Me acuerdo de Isidore, el personaje también marginado de '¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?', que en un mundo postapocalíptico nuclear consigue invertir el tiempo para devolver a la vida a los animales que se habían extinguido, como el burro o el sapo, porque él no podía vivir sin ellos, porque sentía que «llevaba en su interior todas las cosas vivas».
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