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Jone Maioz y Juanjo Oiarbide bromean mientras plantan una secuoya en los terrenos de Segura, con Aizkorri al fondo. José Mari López
El apego para plantar 2.300 árboles, uno a uno, a mano
Replantación

El apego para plantar 2.300 árboles, uno a uno, a mano

Fiel a la tradición familiar y al compromiso con el cuidado del bosque, el segurarra Juanjo Oiarbide y la orexarra Jone Maioz explican la labor de reforestación, vital contra el creciente abandono forestal

Oskar Ortiz de Guinea

San Sebastián

Viernes, 5 de abril 2024, 06:56

Clonc..., clonc..., clonc. Solo dos o tres azadazos con más precisión que fuerza necesita Juanjo Oiarbide para abrir en su terreno el pequeño hueco necesario para plantar una joven secuoya, tan joven que apenas levanta un par de palmos del suelo. A continuación, el segurarra esconde el cepillón en el diminuto hoyo, y lo cubre de tierra con unos leves toquecitos con el dorso de la azada. Si se propusiera batir el récord mundial de plantación de secuoyas, podría bajar de los 10 segundos. Entrenado está, pues ha repetido la operación con otras 2.300 plantas de secuoya, cedro y cryptomeria. Una a una, y azada en mano. Con ellas ha sustituido el pinar que plantó su abuelo y que él tuvo que talar con la ayuda familiar porque había sido víctima de la banda marrón que está acabando con los pinos de Euskadi. Eran ejemplares de 27 años que el aitona no llegó a ver culminar, pese a que su ciclo fue acortado por el 'Mycrosphaerella Dearnessii', que así se llama el maldito hongo arboricida.

A sus 48 años, Juanjo Oiarbide es uno de los propietarios forestales más jóvenes de Gipuzkoa, donde seis de cada diez tienen más de 65 años, según el último informe de la Diputación. Pese a su juventud asume que cuando llegue el momento de echar abajo el actual bosque en ciernes, en el mejor de los casos dentro de 35-40 años, tal vez sean sus hijos o nietos quienes asuman el reto y disfruten del beneficio económico por la venta de la madera. En sus manos estará la decisión de reforestar el terreno.

«Es vital cuidar los bosques para reducir el riesgo de incendio y el impacto del cambio climático, y garantizar la madera»

Jone Maioz

Presidenta de Gipuzkoa Baso Elkartea

«La falta de relevo es uno de los problemas con los que nos estamos encontrando», tercia Jone Maioz, presidenta de Basoa, la Asociación de Propietarios Forestales de Gipuzkoa, que agrupa a 2.763 personas, de las que el 30% son mujeres (833). «De las 122.000 hectáreas de bosque que hay en el territorio, el 16% son bosque atlántico, que es bosque sin gestionar», donde los matorrales han ganado espacio donde antes hubo árboles. En buena parte se debe a que «hay bosques que sus propietarios han dejado de cuidar, bien por tener una edad o porque a quienes los han heredado no les interesa mantenerlos, o cuando venden la madera ya no replantan», explica Maioz. Y es que la normativa obliga a llevar a cabo una reforestación en el plazo de dos años desde la tala, pero, según señala esta orexarra de 56 años, durante mucho tiempo no se ha efectuado un gran control de este requisito.

«Lo que nos inculcaron en casa»

Ni Oiarbide ni Maioz repueblan sus bosques porque les obligue la ley, como tampoco antes se vieron forzados a ello sus antepasados. «Lo hacemos porque es lo que hemos conocido en casa», apuntan. «En el caserío los árboles siempre han sido una manera de asegurar madera para su mantenimiento, y también una ayuda económica con su venta. Es algo que nos han transmitido los aitas, los aitonas... Al final se genera un vínculo, un apego al bosque, y tú lo que haces es mantener la tradición. En el fondo, somos unos románticos», bromean en un txoko del caserío Kortegi, en el barrio Kortaberri de Segura. Su techo fue remodelado con vigas de abetos Douglas que plantó el aitona, aunque aún luce una de castaño añejo dejada como recuerdo. Con madera sobrante, hicieron la mesa y bancos que dan solera al lugar. «Si el aitona no hubiera plantado aquellos abetos, igual tendríamos que haber traído la madera de Finlandia». Le encanta esta madera porque «es muy recta y tiene pocos nudos».

A través de una pista, Juanjo Oiarbide nos sube en su todoterreno hasta la ladera del monte Maiñe donde va a plantar las últimas secuoyas, la especie más plantada en los últimos tres años por los socios de Basoa, tras un trienio dominado por la cryptomeria. Con el Aizkorri al fondo, cuesta imaginar que hace medio siglo muchos de los bosques que se divisan no existían. «Todo esto eran prados donde pastaban caballos, vacas, ovejas, cabras... Y los terrenos de más abajo se usaban para cultivar», recuerda el segurarra. Pero como sucedió en muchos caseríos, cuando aquella primera generación del mundo rural accedió a las fábricas durante la industrialización, se tendió a reducir ganado y hectáreas de pasto y cultivo, ganando espacio para plantar árboles.

«Es problable que lo que yo planto ahora lo recojan mis hijos, pero son los valores y el sentimiento que he conocido en el caserío»

Juanjo Oiarbide

Propietario de terreno en Segura

«Ellos lo tuvieron algo más fácil –opina Oiarbide–, porque se encontraron unos campos limpios. Ahora cuesta mucho más preparar el terreno, porque tras la tala tienes que limpiarlo todo». Y en un pinar con un gran desnivel como el suyo, la retirada también tiene su miga porque «no pueden acceder hasta aquí las máquinas». Así que se tira el árbol, se cortan las ramas del tronco, y este es arrastrado ladera abajo por un tractor hasta el punto de carga donde espera un camión.

Luego viene la limpieza del terreno, proceso en el que Oiarbide contó con la ayuda «de los de casa», consiste en retirar todas las ramas y trozos de madera y apilarlos en hileras a lo largo de la ladera. En unos «ocho años», todo estos restos se habrán podrido y desaparecido, pero habrán cumplido su misión de impedir que aflore maleza. En los pasillos limpios es donde se plantan los nuevos árboles, cada dos-tres metros según la especie. En los primeros años, «los árboles requieren casi tantos cuidados como un niño», enfatiza Maioz mientras avanzamos a pie por un sendero. «Como son tan pequeños, enseguida crecerá vegetación que los ocultará, y hay que andar desbrozando para que el árbol tenga espacio y le llegue el sol. Si no, se mueren».

Oiarbide ajusta el cepillón de una secuoya. José Mari López

Este hecho junto a la imagen de cinco pinos de más de 35 metros arrancados por los últimos vendavales del pasado invierno, lleva a reflexionar sobre las dificultades a las que se exponen. «La Diputación da ayudas que están muy bien a la hora de plantar, pero no las hay para retirar los troncos o árboles enfermos como pasa con la banda marrón de los pinares. Cuando tú plantas, lo haces por un sentimiento, sin saber la evolución que tendrá la plantación».

El cambio climático ha avivado aún más la inquietud por poner freno a la deforestación, dada la valiosa función de los bosques como sumideros de CO2. De ahí la creación del proyecto foral Basotik, por el cual la Diputación de Gipuzkoa ofrece a los propietarios hacerse cargo de la gestión de sus terrenos para evitar el abandono. Por su parte, Basoa también ofrece asesoramiento y gestión a sus asociados para salvaguardar un bosque cuidado. «En los últimos años hemos visto el problema de la sequía y las altas temperaturas, que no va a ir a menos. Y en un bosque sin gestionar el riesgo de incendio es mayor, y también es más difícil acceder a él si hay que atravesarlo para apagar un fuego ahí o en el pinar de al lado. Al tener más vegetación, retienen más agua con lo que también llega menos a los embalses», explica Maioz sobre la importancia de una labor que hacen por apego al bosque.

«La banda marrón en el pino genera gran impotencia y mucha pena»

Pese a que la incidencia de la enfermedad conocida como banda marrón ha ido mermando la superficie de pinares de Gipuzkoa, el pino insignis aún representa una de cada cuatro hectáreas del total de 121.925 de la masa forestal del territorio, según el balance aportado en marzo por la Diputación, correspondiente a 2022. En realidad, las 33.734 hectáreas de pinares son ya menos, ya que incluyen más de 8.000 que han sido taladas y que serán repobladas por otra especie o pasarán a ser bosque atlántico. Este hongo mata a los pinos y genera noches en vela a sus propietarios. «Supone una gran impotencia ver cómo el árbol se va enrojeciendo y no puedes evitarlo», convienen Jone Maioz y Juanjo Oiarbide. «Al final, el esfuerzo de muchos años de cuidado no tiene recompensa ni ayudas. Es una pena».

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