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Hace un siglo, las escuadrillas de ciclistas rojos pedaleaban por el campo repartiendo propaganda socialista, desfilaban por las ciudades con banderas, esprintaban en las huelgas para llevar informaciones a las barricadas... Los socialistas amaban las bicicletas pero odiaban el Giro de Italia, «un despreciable espectáculo ... al servicio de la propaganda capitalista», que distraía de las tareas revolucionarias a los jóvenes, «ya solo preocupados por hacer el amor y competir en bicicleta». A Mussolini, apasionado por los motores, el automovilismo, la aviación y el esquí, las bicicletas le parecían máquinas rudimentarias, atrasadas, indignas de la majestuosa velocidad fascista. Los ciclistas eran una panda de embarrados muertos de hambre, individualistas, anárquicos, miserables, lo opuesto al nuevo hombre mussoliniano, viril, marmóreo, imperial. Al Duce le encantaban los baños de masas en los estadios de fútbol pero jamás asistió al Giro, ese desfile patético que recorría caminos de tierra y aldeas perdidas que avergonzaban al régimen. Los criminólogos lombrosistas concluyeron que muchos ciclistas presentaban «rasgos subnormales» y «tendencia a delinquir». Y un periodista del Vaticano escribió que «el velocipedismo es la anarquía aplicada a la locomoción, un intento de negar las leyes físicas y las leyes sociales del transporte». Hay poco espectáculos sobre los que se hayan escrito reclamos tan apetecibles: pasado mañana empieza el Giro.
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