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Tony Martin forró su sillín con papel de lija para no deslizarse y así mantener una postura aerodinámica durante el campeonato del mundo contrarreloj de 2015. Pedaleó a tope durante una hora y terminó con el culote desgarrado y empapado en sangre, uf, uf, uf. ... Lo recordé mientras observaba embobado a Filippo Ganna, con su mezcla indurainesca de elegancia y brutalidad, tan firme en su sillín durante el prólogo del Giro, tan acoplado sin desperdiciar un vatio. Si lo conectaran a una turbina, el pedaleo de Ganna podría iluminar las casas de media Italia durante sus contrarrelojes.
De estas energías sabía mucho otro Ganna, Luigi, ganador del primer Giro en 1909. Era un albañil que todas las madrugadas pedaleaba sesenta kilómetros desde su pueblo de Varese hasta la plaza de Milán por la que pasaban los capataces revisando la musculatura de los mozos, como en una feria de ganado, seleccionándolos para las obras. Sesenta kilómetros a la ida, diez horas en el andamio, sesenta kilómetros a la vuelta. Aquel Ganna no iba a asustarse por una vuelta a Italia en bicicleta. Después de traquetear ocho etapas salvajes de trescientos kilómetros por caminos de tierra, el periodista de La Gazzetta dello Sport le preguntó qué sentía al ser el primer ganador de la historia del Giro. Ganna contestó con uno de esos eternos sentimientos humanos, esas inquietudes que se mantienen a través de los siglos: «¡Me arde el culo!».
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