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Durante una semana de caminata por la costa vasca, recurrí varias veces al viejo y noble ejercicio del autostop. Primero me recogió un treintañero que llevaba la furgoneta a tope de pescado fresco, brillante y oloroso. Me contó sus desventuras con una subvención para renovar ... el barco, un culebrón en el que participaban armadores corruptos, astilleros codiciosos y políticos caraduras. La segunda vez me paró el coche pequeñito de dos maestras. Se quejaban de que solo ellas compraban el café y las galletas para la sala de profesores y pasaron varios kilómetros tratando de mejorar el último verso de unas estrofas que cantarían sus alumnos en Santa Águeda. El tercero fue un mecánico de manos grasientas que había arreglado motores de barcos en la Micronesia, las Marshall, Guam, Japón: «La gente es maja en todo el mundo. Los estadounidenses son muy educados, los chinos son atentos, los micronesios te llevan en coche adonde quieras. Cuba, ay, Cuba es para ir con treinta años, yo fui con cincuenta».
Mis esperanzas de autostopista se encienden cuando viene la furgoneta de un currela, se apagan cuando pasa un coche de gama alta con un encorbatado al volante. Los audis nunca paran. Sé que su tapicería no tolera mi mochila ni sus alfombrillas el barro seco de mis botas, sé que eso no importa al pescador, a las profesoras o al mecánico, concluyo que los impecables son egoístas. Y me consuelo: seguro que viajar con un encorbatado es mucho más aburrido.
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