A última hora de la tarde, las cunetas de Marruecos se llenaban de gente que caminaba distancias tremendas para volver a casa desde el trabajo, la escuela o el mercado. Algunos hacían señas, los recogíamos en el vetusto Opel Kadett y así empezaba todos los ... días una historia impredecible. Una de puro asombro, cuando una noche, por una carretera de montaña en la que ya helaba, nuestros faros iluminaron a un hombre que cargaba un saco. Se subió al coche tiritando y no abrió la boca hasta diez kilómetros más adelante, donde nos hizo señas para que le dejáramos allí, en una ladera remota y helada. De congoja, cuando recogimos a un adolescente en mitad de una estepa pedregosa, nos dijo el pueblo al que se dirigía y al cabo de un rato nos preguntó en francés, tímido y nervioso, si podía venir con nosotros a España. Estaba dispuesto a marcharse de su casa sin aviso, con lo puesto, a una tierra desconocida. De diversión, cuando llevamos a tres primos que nos invitaron a un té con pastas en su casa y seleccionaron la película 'Terminator' para que la viéramos mientras merendábamos. De cariño, cuando se montó un viejo alto, flaco, arrugado y risueño que soltaba parrafadas en berebere sin comprender que no le comprendíamos, que se emocionó cuando dijimos la única palabra que conocíamos de su lengua (tanmmirt: gracias) y que al final, para despedirse, nos besó el cráneo una y otra vez, se metió la mano en la chilaba y se sacó, de regalo, una naranja del corazón.
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