En la península de Crimea, tres meses antes de que llegaran las tropas rusas y una semana antes de que a la Real le cascaran cuatro goles en Donetsk, me acerqué a una señora seria, le pagué unos billetes, miré a los lados con sospecha ... y ella apretó el botón para abrir una compuerta de diez toneladas de aluminio y titanio: la entrada al Objeto 825 GTS, el nombre en clave para la base secreta de submarinos atómicos de Balaklava.
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Los satélites estadounidenses se pasaron la Guerra Fría intentando averiguar dónde carajo se escondían los submarinos soviéticos del mar Negro. Pues entraban de noche por la bocana de Balaklava, parecida a la de Pasaia, les abrían la gigantesca compuerta camuflada y se metían bajo tierra. En las entrañas del monte granítico Tavros habían excavado un puerto para catorce submarinos y una ciudad subterránea para tres mil personas, capaz de soportar la explosión de una bomba nuclear de cien kilotones.
El último submarino ruso abandonó la base en 1996, los ucranianos la transformaron en museo en 2006. En 2013 recorrí el puerto subterráneo, los talleres, las viviendas y la exposición militar entre altavoces que emitían zumbidos de alerta atómica. En el grupo de turistas venía un cadete de la armada ucraniana acompañado por su madre, que le había llevado pepinillos y embutidos a la cercana base de Sebastopol. Mientras escuchábamos al guía, el cadete se quedó un paso atrás, estiró el brazo y le hizo una caricia furtiva a un torpedo.
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