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Quise subir al Etna y justo ese día entró en erupción. Me avisó Riccardo, el guarda del refugio, adonde yo había llegado en mi Vespa ya de noche, bajo una granizada, sin enterarme de que una lengua de lava fluía por el valle del Bove ... y la lluvia de ceniza iba tapando los pueblos orientales del volcán. Me dijo que al día siguiente me acompañaría por un itinerario seguro hasta cierta altura, al resguardo del viento pedregoso, pero amaneció con una nevada y una niebla espesa. Me consolé con un paseo breve entre abedules, pisando la mezcla crujiente de nieve y ceniza. Riccardo era un turinés que, después de escalar todos los Alpes, llevaba un año como guarda en el volcán siciliano. Le pregunté si no se aburría de estar siempre en la misma montaña y me dijo que el Etna nunca es el mismo Etna, que había visto ya varias erupciones y que para qué quieres cambiar de montaña si vives en una montaña que no para de cambiar.
Cuando bajé al pueblo de Zafferana Etnea, una señora barría la ceniza de la calle con resignación geológica. Me explicó que de vez en cuando, tras las erupciones, les tocaba retirar la capa de sedimentos volcánicos de caminos, huertas, tejados y coches, recoger la ropa ennegrecida del tendedero, fregotear otra vez las ventanas. El vulcanismo, la efusión del magma, la regeneración de la corteza continental y la orogenia son asuntos majestuosos, pero luego se queda todo perdido y alguien tiene que barrer la creación del mundo.
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