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Se afirma que el matrimonio es la tumba del amor. Y eso si hablamos de enlaces basados precisamente en la pasión, el encandilamiento, la euforia o en la atracción animal reconvertida en romanticismo, dado que durante centurias los esponsales se celebraron por motivos que nada ... tenían que ver con la pulsión amorosa sino para multiplicar la especie, cohesionar imperios, pasar un título nobiliario a los burgueses que aportaban junto con su hija el vil pero delicioso oro del que carecían los descendientes manirrotos del viejo linaje, refrescar la sangre podrida de infantas y delfines que eran primos hermanos de su madre y sobrinos de su padre o, porque la mujer buscaba techo y el varón, viudo, cocinera y niñera de sus retoños huérfanos.
Conforme. Cualquier tiempo pasado no fue ni mejor ni peor, solo pasado. Admitamos pues que, exceptuando los aún concertados por conveniencia (tú me das nacionalidad o 'green card', yo te la pago...) hoy la gente se casa por amor. De acuerdo.
Los sarcásticos, empero, creemos que en cuanto el sacerdote o el alguacil dicen 'pueden besarse' ese amor entra en declive.
Dejemos transcurrir el tiempo necesario para que la pasión se diluya como azúcar en absenta. El justo para que aquel que creíste divino de la muerte y aquella por la que bebías los vientos ya no te llame como en vuestros primeros, húmedos y bellos encuentros. Ya no te gritará 'Call me by your name'. Ni siquiera susurrará 'gordi'. (primer paso hacia la debacle). Hoy te dice 'papá'. Y tú a ella, 'mamá'. Son los clavos en el ataúd del amor.
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