Yo no sabía nada del elemento más peculiar de la ciudad de Trieste, nunca había oído hablar de él y además es invisible, pero los ciclistas tenemos sensibilidad para estos fenómenos. Salimos del tren, pedaleamos un kilómetro y comentamos: «¡Cómo sopla! ¿Has visto que hasta ... las estatuas de bronce se inclinan contra el viento y se agarran el sombrero?». En un portal encontramos el discreto anuncio de un Museo de la Bora, el viento que baja fortísimo de la meseta del Carso al golfo de Trieste, que convierte el Adriático en un mar de abanicos blancos con luz polar, que vuelca autobuses, arranca árboles, enloquece a los triestinos y en 2012 rompió las amarras de la Ursus, una colosal grúa flotante de 1913, que zarpó mar adentro como un monstruo austrohúngaro en busca de venganza, una mezcla entre Godzilla y la momia del emperador Francisco José.
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Nos abrió Rino Lombardi, un poeta chiflado que montó su museo del viento en un pequeño local caótico («por favor, respeten el desorden»). Acumula fotos de personas medio volando, paraguas rotos, cuerdas antibora (para agarrarse en las esquinas más expuestas de la ciudad), poemas aéreos, plomos que llevaban los triestinos en los bolsillos, anemómetros, espantapájaros, vientos enlatados de todo el planeta, incluido el de Donostia con un trazo de Chillida. Lombardi nos visitó hace años en busca del elemento único, dice, de nuestra ciudad, que no son los pintxos ni la barandilla: la ráfaga de viento peinado.
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