
El largo viaje hacia un refugio seguro
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El largo viaje hacia un refugio seguro
«Nos buscamos durante ocho años por África y nos hemos reunido en Oñati»«Su sufrimiento». Tras ocho años sin tener noticias de su hermana, Ibra acaba de escuchar a Waki contar por primera vez las calamidades y ... vejaciones que padeció tratando de atravesar Libia y Marruecos tras tener que abandonar, como él, su hogar entre 2015 y 2016. Este togolés de 31 años, seis menos que ella, responde así cuando se le pregunta por aquello que le ha impactado del relato de su hermana: «Su sufrimiento. Y darme cuenta que durante estos años nos hemos estado buscando en países donde el otro no había estado. Es increíble que nos hayamos reencontrado precisamente en Oñati, donde a mí me acogieron en 2018 y ahora ha llegado ella». Pero si Waki ha accedido al centro Larraña Etxea es porque en noviembre la Cruz Roja la montó junto a su pareja, el camerunés Alex, en un autobús desde Cádiz a Bilbao, y al llegar no tenían un céntimo para continuar hasta Países Bajos. Tras una semana durmiendo en la estación bilbaína, fueron derivados a este recurso de primera acogida del Gobierno Vasco que gestiona Zehar Errefuxiatuekin.
Una vez aquí, formuló la pregunta que ha repetido en cada poblado, cada bosque, cada desierto, cada celda que ha pisado desde que la inestabilidad que asolaba Togo la obligó a dejar el hogar materno. «¿Conocéis a mi hermano Ibra Tchanile?». Inmediatamente, Nerea Maiztegi, la directora del centro se acordó de uno de los dos togoleses que ha conocido desde que el recurso abrió en 2018. «Para asegurarme de que era su hermana y no alguien con otra intencionalidad, le pregunté la fecha de nacimiento de él. Cuando vi que la sabía, ¡uff!», resopla.
Nerea telefoneó a Ibra, que vive en Vitoria, trabaja como administrativo en una cantera y golea en el club de Izarra. El chico dejó huella en Larraña Etxea, donde residió un año y luego realizó sustituciones de conserje hasta regularizar su situación, otro calvario. Tres semanas antes, otro africano le pasó un número de teléfono diciendo que podía ser el de su hermana. Fue Arantza Chacón, directora de Zehar quien llamó repetidamente a ese móvil, pero sin respuesta. Esta vez sería distinto. «Está tu hermana aquí», soltó Nerea a Ibra. «¡¡¿¿Quééé??!!». Las horas hasta salir del trabajo le parecieron semanas. Al recordarlo, aún transmite su emoción. «Me duché en casa y me vine a Oñati». Tienen muy presentes los abrazos que se dieron pero sobre todo la videollamada a su madre, que en 2020 dejó de preguntar a Ibra por su hermana, dada la ausencia de noticias. «Mamá, ¿sabes quién es?, le dije. Para nada podía esperarse vernos juntos. Casi ni la reconoció, se puso muy nerviosa, se echó a llorar. Solo lloraba y le tuve que decir que iba a colgar y que ya le llamaría más tarde. Quiere saberlo todo, pero hay detalles que no se pueden contar por teléfono. El año que viene iré a verla y le contaré todo».
La madre de los dos togoloses -tienen dos hermanas y un hermano en Togo y otro en Ghana- desconoce casi todo lo que sigue a continuación en estas líneas. La odisea hasta Oñati es algo que sus hijos tratan «de olvidar» aunque sepan que les acompañará para «siempre». Ibra cargaba con esa mochila de recuerdos por la que «nunca» se pregunta en Larraña «salvo que quieran contarlo», apuntan Nerea Maiztegi y Arantza Chacón. Ambas están presentes en la cita con este periódico en la que Waki, con una crudeza a la par de su generosidad, va a compartir su tormento en la maleta de Ibra.
La familia se separó hace ocho años. «Las cosas se pusieron difíciles en Togo» con la policía y el ejército en las calles, y muchos jóvenes «tuvimos que huir», cuenta Ibra. El «bosque» fue su refugio y el de «muchos otros». Tras varias semanas ahí regresó a casa, pero dos hermanas ya habían huido y su madre le instó a lo mismo.
Mientras su hermana tiró hacia Mauritania -de donde regresó a casa y acabó formando una familia-, en abril de 2016 Waki llegó a Benín, al este de Togo. En marzo de 2017 cruzó a Níger, donde conoció a Alex Ebola, su pareja, de 41 años. En la África clandestina, la figura de un varón cerca inspira cierta protección a una mujer. Pero de nada le sirvió cuando ambos fueron apresados en 2018, cuando se adentraron «sin documentos» en Libia, de cuyos puertos partían las embarcaciones con migrantes rumbo a Italia a través del Mediterráneo central.
Alex y Waki fueron separados en aquella prisión con dependencias específicas para hombres y mujeres. Desde el inicio de su narración, ella habla despacio, con la mirada fijada en algún punto del suelo de la sala y hace pausas para que Ibra vaya traduciendo del francés mientras Alex escucha. Con el mismo tono pero ahora una mirada vidriosa, cuenta que el único modo que los guardianes les decían que podrían salir, era pagando dinero sus familias. Mientras, las mujeres eran prostituidas. «Todos los días venían hombres, elegían chica y nos violaban. Todos los días nos violaban».
Así, durante dos años y alimentadas de «pan y agua». Cada noche, Waki «lloraba y lloraba». Tanto sollozo despertó la empatía de un carcelero, a quien contó que Alex también estaba preso y «no tenía contacto» con nadie que pagara su libertad. El celador se apiadó y una noche la ayudó a escapar junto a Alex y «dos chicas de Nigeria». Fueron liberadas en mitad del desierto. «Anduvimos sin saber el camino. Estábamos muertas de cansancio. Más de dos semanas después, vimos un camión y nos pusimos delante para pararlo. El camionero nos llevó a un pueblito de Argelia». Trabajaron en la construcción: ella llevando agua y Alex subiendo ladrillos.
Tras reunir algo de dinero, se unieron a un grupo hasta Marruecos, «otro mundo: no había trabajo y la policía te detenía por no tener papeles. Pasamos meses en el bosque saliendo solo para intentar comer y pedir dinero».
«Unas diez veces» intentaron salir en patera de Kenitra, al lado de Tánger, lo que cuesta «2.000 o 3.000 euros. A veces te dicen 4.000 para ir seguro pero no es seguro». El 12 de octubre, Salvamento Marítimo los rescató en el mar y llevó a Cádiz. Y de aquí, a Euskadi.
Ibra comprende que él no vivió un camino de rosas pero sí menos inhumano. Lo inició en aquel bosque togolés, donde pasaban los días y el hambre apretaba. «Ves que otros se van yendo y un día te despiertas y coges el camino». Tiempo después se percató de que no cogió 'el camino' sino «uno de los caminos». Anduvo hasta Ghana, donde su hermano. Este era camionero y debía partir cuando llegó Ibra. Fue su último contacto con su familia. A partir de aquí, se fue dejando llevar según lo que le ofrecía el camino: un camión que se averió en Burkina Fasso, unos amigos hasta Níger, donde trabajó con intención de ganar dinero para volver a Togo. Pero el jefe se fugó con sus salarios y, «sin fuerzas ni dinero para volver», se sumó a un grupo que «iba al norte». Eran 22, con dos mujeres y dos niños. En el desierto murió uno, desfallecido. «Rezamos y seguimos», sin poder evitar pensar quién sería el siguiente en caer. En Argelia, «una familia estupenda» lo empleó en su tienda hasta que cayó preso. Una vez libre fue a Marruecos, donde no fue fácil. Cruzar a Algeciras le costó cinco tentativas y algún robo. Le preguntaron a dónde iba y respondió «a Athletic», ríe. «Iker Muniain era mi ídolo en el fútbol y pensaba que Bilbao se llamaba Athletic», explica para poner humor al camino.
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