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Los estudios de D Kahneman, refrendados por el informe PISA y el CIS, muestran que somos muy malos en matemáticas y en estimar probabilidades. Esta deficiencia afecta al ámbito de las predicciones, de tal modo que la probabilidad de que se cumpla un pronóstico se ... clasifica en grados de límite difuso que van del imposible (probabilidad nula) al seguro (probabilidad total). Así, la predicción de las capacidades de la inteligencia artificial (IA) se mueve en esta niebla estadística entre la quiromancia y la especulación. Por ejemplo, cuando un matemático afirma que «existe la posibilidad de que la IA se vuelva consciente», añade la coletilla de que es algo muy remoto y que la hipotética conciencia será diferente de la humana. En realidad, su mente científica le concede una probabilidad ínfima, pero ahí queda el titular para hinchar el catálogo de prestaciones y milagros de la IA hasta que la burbuja explote. La conciencia es un fenómeno complejo y misterioso. ¿Qué hace que nos sintamos vivos dentro del cuerpo como seres individuales, independientes del resto? ¿Cómo nos damos cuenta de lo que pasa alrededor y en nuestro interior de un modo fluido, sin solución de continuidad?
¿Cómo experimentamos la realidad? ¿Surge de la acción concertada de innumerables circuitos de millones de neuronas? ¿Con el cerebro basta? ¿Es igual en un murciélago? (T Nagel) ¿El rojo que yo veo es como el que usted ve? ¿Es lo mismo que la inteligencia o la cognición? Interrogantes sin respuestas imprescindibles para entender y emular la conciencia. Si la conciencia fuese solo fruto de la actividad de redes neuronales, la tentación de creer que es factible crear máquinas conscientes es enorme.
Sin embargo, la implementación precisa en un sistema físico, no biológico, de todos los procesos neurobiológicos y cognitivos adquiridos a lo largo de millones de años de evolución y que constituyen lo que podría ser la conciencia humana, no es suficiente. Hace falta algo más. Un ingeniero de IA se inspira en la capacidad para resolver problemas y en la eficiente movilidad de organismos vivos y las recrea en complejas redes neurales que procesan millones de datos. Sin embargo, olvida las sensaciones y los sentimientos (entre otras cosas), lo que impide crear sistemas con inteligencia general, capacidad de experimentación subjetiva y conciencia. Es la magia de lo bio, marcada por la evolución y la vida en sociedad. Aunque gane dos Nobel y sus logros nos sigan asombrando, la IA, tal y como hoy se concibe, no podrá realizar muchas acciones humanas. Insistir en el mensaje de que nada podrá detenerla perjudica a sus entusiastas porque cada vez que no alcance una de esas metas, en realidad casi inalcanzables, cundirá el desencanto y el escepticismo entre los usuarios, ingenieros e inversores. El afán por superar al ser humano, esa omnipotencia indiscriminada y distópica, daña su imagen de disciplina seria. Las afirmaciones grandilocuentes y vacías de contenido (tendrá conciencia y propósito, será flexible y superior a la humana, nos esclavizará) no son un incentivo para investigar ni la van a hacer mejor; solo aportan aire a la burbuja.
La ciencia trabaja con probabilidades y no con posibilidades. Un científico siempre deja un resquicio a la duda y no usa el término «imposible». Así lo hizo el biólogo R Dawkins, ateo confeso y azote intelectual del fanatismo religioso, cuando expuso el lema «es muy improbable que Dios exista» en los buses de Londres. La inmortalidad, la colonización de Marte, el control del pensamiento, el trasplante cerebral o ser el gato de Schrödinger entran en el mismo saco. Lo que es muy probable es que habrá una crisis demográfica con mucho anciano y poco joven que, además, será pobre, dependiente y con una salud mental amenazada por la incertidumbre y las redes sociales, que los desastres climáticos asolarán el planeta y que se violarán los derechos humanos. Y, de acuerdo con B Franklin, es totalmente seguro que pagaremos impuestos y moriremos sin que la IA pueda evitarlo. Mientras tanto, sea feliz.
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