Oskar Ortiz de Guinea e Iñigo Puerta
San Sebastián
Domingo, 12 de junio 2022
Un cigarro permitió dar la alarma del incendio que más al rojo vivo mantuvo la llama de la actualidad en la historia reciente de Gipuzkoa. Fue hace 17 años, cuando una de las dos torres de la emblemática sede de Hacienda en Donostia ardió bajo ... un guion de género negro: intriga, asesinato, suicidio y teorías conspiranoicas. ¿Qué le pudo llevar a un guardia de seguridad a matar a un compañero, quemar varias plantas del edificio, destrozar distintas dependencias y casi volar su casa antes de quitarse la vida? Y la leyenda: ¿se quemó documentación que él o alguien quería hacer desaparecer?
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Aquella noche del domingo 12 al lunes 13 de junio de 2005 mantuvo en vilo a las más altas esferas del territorio. La mecha de los acontecimientos prendió a escasos metros del lugar. Con un pitillo. «Mi hija salió al balcón a fumar, y de pronto gritó 'ama, sale humo de los garajes de Hacienda'. Al ver la humareda, llamé al 112», recuerda ahora, aún con un poso de incredulidad, Ana Furundarena, la mujer que avisó a SOS Deiak. «En 3-4 minutos llegó la Ertzaintza». Al poco, los bomberos y, finalmente, el estupor y la perplejidad que presidieron 48 horas frenéticas en el barrio donostiarra de Ibaeta.
El acceso de los recursos al edificio blindado fue complejo. Estaba cerrado a cal y canto y el vigilante de seguridad no respondía, lo que desde el inicio extrañó a la Ertzaintza. El edificio de Errotaburu contaba con una sala de control donde un solo guarda podía supervisar todos los rincones a través de los monitores. Los bomberos, al fin, forzaron la muralla metálica y entraron. Pronto se percatarían de la gravedad del fuego: esa noche ardieron tres de las cuatro plantas de sótanos y también lo haría el cuarto piso de la sede, en el que se encontraban las oficinas de los inspectores fiscales.
Ana Furundarena, vecina que avisó del fuego
La catástrofe ya era imparable. A las dos de la madrugada se alertó al entonces diputado general de Gipuzkoa, Joxe Joan González de Txabarri. Un par de horas después, el incendio entró en otra dimensión cuando bomberos hallaron en un vestuario el cadáver de Florencio Parra, jefe de vigilancia del edificio. De 41 años y vecino de Errenteria, presentaba un disparo en la nuca. Faltaba su arma, y también el compañero con el que había hecho el cambio de turno, Manuel Apaolaza. La Ertzaintza dirigió hacia él el foco de la sospecha, mientras los bomberos trataban de extinguir el fuego.
Aunque para las siete de la mañana el incendio se dio por controlado, la torre volvió a erupcionar. «A las 10.30 horas me llamó la Ertzaintza», rememora Ana Furundarena, la vecina que la víspera había dado el aviso al 112. «Me dijeron que el incendio se había reavivado y que cerrara ventanas y persianas por el riesgo de que reventaran los cristales. Así que fui a casa, cerré todo y volví al trabajo con el susto».
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Esa misma mañana, González de Txabarri explicó ante los medios de comunicación que se descartaba el atentado y que la principal hipotesis que manejaba la Ertzaintza apuntaba a un hecho intencionado. Las llamas arrasaron unos 8.000 metros cuadrados de inmueble. El autor había desactivado los sistemas de seguridad y se había dedicado a provocar destrozos a golpes, entre ellos, unas 300 pantallas de ordenador o las lunas de una decena de coches oficiales.
La Policía vasca centró sus pesquisas en localizar a Manuel Apaolaza, de 43 años y natural de Zizurkil aunque vecino de San Sebastián. El propio González de Txabarri había apuntado ya las diversas fricciones surgidas entre Apaolaza y el fallecido, a quien no le gustaba el hábito que su compañero tenía de «acumular turnos» de trabajo.
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Antxon, compañero de trabajo de los vigilantes
Ambos trabajaban para la empresa Sabico, que ni entonces ni ahora, 17 años después, ha querido ofrecer una explicación sobre un tema que es «tabú». «Murieron dos compañeros. Cuesta creer que una bronca acabara como acabó», recuerda un empleado que precisa que «desde entonces los vigilantes de Hacienda no llevan pistola». «Nunca hemos entendido –añade– qué pudo pasar por su cabeza». «Seguramente no fue nada premeditado, pero se le fue de las manos –opina Antxon, que solía coincidir con Apaolaza en Gros, donde vivía solo–. Pienso que se asustaría al matar a su compañero y luego improvisó el incendio. Sus amistades sabíamos que no era ningún criminal. Nadie esperaba que hiciera algo así».
Lo último que hizo Apaolaza fue pegarse un tiro en el pecho. Sabía que agentes de la Ertzaintza habían estado en su casa y optó por quitarse la vida al día siguiente, el martes 14, en Miramon. Lo hizo vestido de uniforme. Su cadáver lo encontró un grupo de estudiantes que había ido de excursión al Kutxaspacio. Se les escapó un balón, que fue a parar a un terraplén donde yacía Apaolaza.
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El forense
La autopsia confirmó el suicidio. Se disparó con la pistola calibre 38 que le había entregado Parra cuando cambiaron el turno. Una bala le atravesó el corazón. El hecho de que el tiro no fuera en la sien o la boca, unido al asesinato y al incendio, alimentó las leyendas sobre su muerte. La autopsia la dirigió el reputado Luis Miguel Querejeta, fallecido hace tres años. «Fue una autopsia concienzuda, como todo lo que hacía Luis», señalan fuentes forenses, que precisan que el disparo en el pecho «no es tan inhabitual como se pueda pensar».
El caso quedó cerrado tras la reconstrucción policial, pero las elucubraciones se desataron. «Si ahora ardiera la torre, no se perdería ningún documento. Todo papel que entra se archiva y se guarda copia», señala un funcionario de Hacienda.
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funcionario de hacienda
A lo largo de aquella semana, la Ertzaintza pudo completar la investigación y reconstruir el suceso. Las cámaras de la sede de Hacienda, que aguantaron el calor, habían grabado incluso el asesinato.
Tras el hallazgo del cuerpo de Parra, González de Txabarri hizo un llamamiento público a Apaolaza para que compareciera ante la justicia «para tratar de esclarecer los hechos». El presunto homicida llegó a escuchar estas palabras. En una de las dos notas que dejó escritas antes de su muerte, Apaolaza se refirió a las declaraciones del diputado foral. «El modus operandi -aseguró González de Txabarri- fue elemental, casero y rutinario». En el manuscrito Apaolaza presumía de su actuación, que había sido «efectiva». Tanto, como para matar a su compañero de trabajo y destruir varias plantas de la torre de Hacienda, cuya reparación se prolongó durante meses y cuyo coste final ascendió a ocho millones de euros.
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Manuel Apaolaza tenía consigo, en el interior de la chaqueta verde de su uniforme, dos notas manuscritas cuando se suicidó el día 14. En una de ellas decía: «13-11-62. 13-06-05. Gora ETA. No me arrepiento. Era una persona mala. No me arrepiento, como vosotros, lapurrak». Las dos fechas aludían a su día de nacimiento y al que supuestamente decidió quitarse la vida. En el segundo papel se refiere al entonces diputado general, Joxe Joan González de Txabarri, que explicó a la prensa que el incendio había sido «rudimentario», y a la granada y material inflamable que la Ertzaintza halló en su domicilio. «Si hubiese querido habría volado la casa nuestra de la Amatxo. Sólo era darle al mechero como en Errotaburu (perdón a los vagos funcionarios). No lo hice pues son gente inocente. No como otros. Decidle al ladrón de Txabarri que rudimentario sí, pero genial y efectivo. Gora ETA», escribió.
Texto Oskar Ortiz de Guinea
Narrativa visual Iñigo Puerta
Fotografías Lobo Altuna, Iñigo Puerta, Michelena y Mikel Fraile
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