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La mente gravita alrededor de las emociones. El ser humano dispone de seis emociones básicas: ira, miedo, tristeza, sorpresa, alegría y asco. No son positivas ni negativas; su objetivo es informar sobre el entorno de modo rápido y seguro para facilitar una adaptación inmediata que ... busca la supervivencia y la transmisión de los genes a la descendencia. Por este motivo, son universales, se expresan en el rostro y se acompañan de cambios fisiológicos (pulso y respiración acelerados, pupilas dilatadas, piel erizada y músculos contraídos). Además de estas emociones básicas, hay otras más complejas que derivan del carácter social del ser humano, como la culpa, los celos, la vergüenza, el orgullo, la admiración, la compasión o la envidia. La evolución genética y cultural nos ha guiado hasta este mundo complejo. La organización tribal con decenas de miembros ha dado paso a un mundo con miles de millones de habitantes interconectados. La cultura, las convenciones y las instituciones han ido adaptándose a cada nueva realidad social sin necesidad de apelar a la ley, gracias al papel regulador de los valores morales y las emociones sociales. Ambos comparten muchas características por formar parte del mismo espectro de acciones e incluso activan idénticas redes neuronales de la corteza prefrontal implicadas en el permanente diálogo entre emoción y razón.
La vida social está marcada por el deseo innato de ser apreciado por el grupo al que se pertenece. Es un deseo tan intenso que nos autoimponemos vivir con estas emociones sin que sea necesario que nadie vigile. Es más, no hace falta que otros sepan lo que hemos hecho: nos autocastigamos en nombre del grupo. A diferencia de las emociones básicas, no son imprescindibles para la supervivencia ni se expresan en el rostro, con la excepción de la vergüenza que puede causar sonrojo, cosa que no sucede en ningún otro animal. Esta emoción puede aparecer sin necesidad de que haya un perjuicio a un tercero; basta con haber sido incompetente, haber hecho o pensado hacer algo impropio o que se mencione algún aspecto negativo de nuestra conducta. Un sujeto avergonzado evita la mirada de la gente y arrastra la autoestima. La vergüenza ajena o alipori es la que se siente al ver a alguien hacer el ridículo. ¿Es empatía? Un famosillo decía de sí mismo que era muy ambicioso, pero nunca sería un quinqui porque tenía un alto sentido de la vergüenza. ¿Serviría como barrera preventiva a la corrupción? Por el contrario, una vez cometido un acto reprobable, el sentimiento de vergüenza y la pérdida de reputación pueden convertir a un hombre en peligroso (G Ashead, psiquiatra experta en rehabilitación de asesinos). Misma emoción, distintas consecuencias.
La culpa es otra emoción social. Surge cuando nuestro comportamiento perjudica a un tercero. Se acompaña de tristeza, pensamiento obsesivo sobre el daño causado y deseo de repararlo. En su libro 'Las personas más raras del mundo', el antropólogo J Henrich apunta la idea de que la culpa es más frecuente en sociedades calvinistas protestantes e individualistas, mientras que la vergüenza es más típica de sociedades católicas, tribales y en las que la cultura del honor sigue pesando. Sentirse culpable es algo más íntimo que sentir vergüenza. La 'schadenfreude' es una emoción especial. Es el regodeo que se siente cuando alguien que incumple las normas sufre una humillación o es detenido. Parece cruel, pero su objetivo es prosocial por promover el castigo ejemplarizante al infractor.
Las emociones sociales regulan también el equilibrio corporal interno. Al igual que la enfermedad, las situaciones psicológicas y sociales producen malestar o bienestar. Así, el dolor de la vergüenza es comparable al de un cáncer feroz, la traición se siente como una puñalada y el placer cálido de la admiración o el frío de la venganza son orgásmicos. Un último apunte: Un exceso de culpa o vergüenza no conduce a nada bueno. No conviene ser muy estricto y culparse por cualquier nimiedad o paralizarse por la vergüenza. Hay que quererse un poco más.
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