En tres días con Daniel González, naturalista grancanario de 35 años, entro a más cuevas que en el resto de mi vida. Subimos y bajamos como cabras por la cuenca de Bentayga, una inmensa hoya de erosión volcánica, hundida en barrancos, erizada de crestas y ... pitones, escenario de una cultura troglodita. Los aborígenes canarios excavaron cientos de viviendas subterráneas, establos, templos y graneros que se extienden en un intrincado sistema alveolar, comunicado por galerías, escaleras y andenes, siempre al filo del precipicio. Este urbanismo sigue vivo: Daniel, como la mayoría de los vecinos del pueblo de Artenara, habita una casa cueva.
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Mi amigo troglodita se entusiasma con las obras imponentes de los aborígenes: el observatorio astronómico que tallaron en el roque Bentayga, una plataforma en cuyo hueco central inciden los primeros rayos del sol en los equinoccios a través de una roca perforada; la cueva de los Candiles, santuario de fertilidad con 348 triángulos púbicos grabados en las paredes; la cueva del Guayre, salón rupestre, pintado de rojo, blanco y negro, donde Daniel evoca las asambleas de los jefes. Y se emociona con los detalles: me indica manchas blancuzcas, argamasas vegetales con las que sellaban las grietas de las cuevas para que no entraran humedades ni gorgojos. En una de las manchas se distingue una huella digital, la del aborigen que hace siglos apretó esa masa. Sentimos latir la mano que construyó el mundo de los canarios.
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