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El peine del Viento, Santa Clara, el Buen Pastor, Igeldo...y Pakito. Todo un símbolo de San Sebastián. Los lectores más jóvenes quizá no lo recuerden, pero quienes vivieron su infancia o juventud en los primeros años de este siglo seguro que guardan en su memoria la imagen de aquel delfín gris que saludaba con saltos entre las olas de la bahía de La Concha, e incluso muchos hicieron excursiones en barco con la gran ilusión de poder avistar a este simpático cetáceo, que durante su larga estancia entre nosotros llegó a convertirse en la mascota oficiosa de la ciudad. Hoy se cumplen dos décadas de su muerte, pero su historia sigue viva en el imaginario guipuzcoano.
Era una mañana de primavera de 1998 cuando los pescadores de Orio vieron por primera vez tres sombras grises dibujando círculos cerca de la desembocadura de la ría. Tres delfines mulares, dos adultos y una cría, jugueteaban bajo el sol. «También tenemos registros de su paso por Lekeitio semanas antes», explica Leire Ruiz, responsable de la Red de Varamientos de cetáceos y pinnípedos de Euskadi (SAREUS). Nadie imaginó entonces que uno de ellos, el más curioso, el que poco después sería bautizado como Pakito, se convertiría en un vecino entrañable que durante siete años enamoró a los guipuzcoanos y visitantes entre olas, barcas y miradas de asombro.
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Pakito eligió quedarse. Mientras sus compañeros de manada siguieron su rumbo, él se instaló primero en la Bahía de La Concha, como si algo en aquel recodo de rocas y aguas tranquilas lo hubiese convencido para considerarlo su nuevo hogar. En poco tiempo se convirtió en un espectáculo cotidiano: su aleta dorsal, marcada por hendiduras únicas que los biólogos usarían como su «huella dactilar», emergía entre las lanchas de la isla de Santa Clara. Los donostiarras pronto lo adoptaron. Los niños señalaban su lomo desde el Paseo Nuevo, los remeros lo saludaban al pasar, y hasta las postales de la ciudad incluyeron sus saltos acrobáticos. «Era muy bonito tener un delfín a las puertas de casa», recordaría años después Isabel Guzmán, bióloga de la sociedad Ambar, que lo estudió como a un viejo amigo.
Leire Ruiz, que también formaba parte de aquel grupo de estudio, recuerda aquellos años de estudio con nostalgia. Explica que «Pakito fue mi primer proyecto de campo. Imagínate: un grupo de estudiantes universitarios cargando grabadoras, cuadernos de notas y prismáticos, yéndose a Donosti incluso con la 'L' de principiante todavía pegada en el coche».
Leire Ruiz
SAREUS
Desde las alturas del monte Urgull, aquel equipo de jóvenes investigadores trazaba meticulosamente los patrones de comportamiento del delfín. «Medíamos sus tiempos de inmersión, contábamos sus respiraciones, analizábamos sus zonas de alimentación», explica Ruiz. «Era un trabajo minucioso que nos permitió entender mejor sus hábitos».
Pakito no era un delfín cualquiera. Mientras otros de su especie buscan la compañía de manadas, él prefirió la soledad. Un enigma que desconcertaba a los expertos: ¿por qué un animal social, inteligente, habituado a vivir en grupo, había elegido anclarse en una bahía urbana? «En una especie tan social como el delfín mular, la soledad es extremadamente rara», reflexiona la bióloga. «Puede que perdiera su posición en la jerarquía del grupo, o que simplemente prefiriera evitar la competencia por alimento o pareja», considera la responsable de SAREUS, aunque «las razones para que se estableciera en San Sebastián siguen siendo un misterio a día de hoy».
Lo cierto es que Pakito encontró en la bahía de La Concha un refugio perfecto: aguas tranquilas y protegidas pero conectadas al mar abierto, abundancia de alimento y, curiosamente, una convivencia pacífica con el bullicio humano. Según el análisis de los expertos, medía tres metros y medio, pesaba 300 kilos, y su dieta —unos 16 kilos diarios de pescado— la cumplía con disciplina: corcones, salmonetes, gallos y, según las malas lenguas de los pescadores, hasta los chipirones que robaba de las redes. «El fino morro de Pakito se los zampa todos», bromeaba el dueño del restaurante La Rampa.
Su vida transcurría entre rituales. Por las mañanas, se le veía frente al puerto de Donostia, sorteando barcas y veleros. Los piragüistas aprendieron a mantener distancia: aunque nunca atacó, en ocasiones chasqueaba los dientes, una advertencia silenciosa. «Era un animal salvaje, no una mascota», insistía Guzmán. Pero su timidez se mezclaba con la fascinación por lo humano. Jugaba con bolsas de plástico flotantes, seguía a las traineras durante sus entrenamientos, y hasta las acompañó en una jornada preparatoria de la Bandera de La Concha. Su fama era tal que el entonces alcalde Odón Elorza propuso que su figura se incluyera, a modo de muñeco o de alguna otra manera, en los actos de las fiestas de Semana Grande. Incluso fue propuesto como candidato a las Medallas al Mérito Ciudadano en 2004 por el colectivo ecologista Eguzki.
Todo cambió el 19 de marzo de 2004. Aquel día, una manada de delfines irrumpió en La Concha. Llegaron de aguas de la zona de Getaria, dando espectaculares saltos. Pakito, el solitario, aunque buen anfitrión, nadó hacia ellos, se unió a su juego y desapareció mar adentro. Durante semanas, la ciudad contuvo el aliento. Paseantes y biólogos escudriñaban el horizonte: «¿Dónde está Pakito?», se preguntaban. Hasta que, dos meses después, resurgió en Pasaia, rebautizado como Rufino por los locales. Este traslado final a Pasaia también sigue siendo un enigma. «Quizás siguió un banco de peces, o tal vez el rastro de otros cetáceos», especula Ruiz. Allí, en la bocana del puerto, entre el bullicio de remolcadores y pesqueros, pasaría sus últimos meses. Su respiración se volvió agitada, emergía con frecuencia, y aunque los análisis posteriores revelarían que «estaba gordo, con buena capa de grasa», algo no iba bien.
El 30 de marzo de 2005, un remolcador lo encontró flotando sin vida cerca del muelle de San Pedro. La autopsia descubrió una infección pulmonar, pero nunca se supo si fue la causa definitiva. Las limitaciones técnicas dejaron preguntas sin respuesta. «Trabajábamos con medios muy precarios», recuerda Ruiz. «La infección pulmonar que detectamos podría explicar su debilidad progresiva, pero en necropsias de cetáceos nunca hay certezas absolutas». Aunque no presentaba fracturas, ni señales de golpes, algunos marineros juraron haberlo visto chocar con una embarcación. Sus restos fueron enterrados en un lugar discreto, cerca de la sede de Aranzadi, para que, dos años después, su esqueleto pasase a formar parte de la osteoteca científica. Un final frío para un animal que encendió la imaginación del Territorio.
Hoy, dos décadas después, Pakito sobrevive en el imaginario como un fantasma alegre. En la tamborrada y el club deportivo, Donosti Dolphins, bautizados en su honor; en los relatos de quienes lo vieron saltar frente al Peine del Viento, en las postales ajadas que aún se venden en tiendas de la Parte Vieja. Su leyenda se alimenta de preguntas sin respuesta: ¿Qué lo trajo aquí? ¿Por qué se quedó?
El poeta Felipe Juaristi le dedicó un tributo en estas páginas y lo retrató como un ser que «vino libre y se quedó libre», que llegó «vestido de espuma» para «entender nuestro mundo». «Los niños lo miraban y sus ojos, al verlo, soñaban con islas lejanas» y «archipiélagos desconocidos donde buques fantasmas atracaban con su carga de oro y perlas», y los mayores «envidiaban su suerte de delfín, de animal inteligente que sorteaba barcas, lanchas, chalupas y botes, que sorteaba todos los obstáculos que se le pusieran». Todos ellos le «le arrojaban lo mejor de su ser, y él se hacía más humano, más nosotros».
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A. González Egaña y Javier Bienzobas (Gráficos)
Lucía Palacios | Madrid
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