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Dedicamos el 12% del tiempo a pensar en el futuro. Idearlo y planificarlo nos hace sentirnos jóvenes y felices. Los animales prevén un futuro de segundos o minutos. El ser humano va mucho más lejos gracias a su enorme y complejo cerebro. Por lo tanto, ... no pensar en el futuro es una anomalía. El futuro es impredecible por definición, pero esos ejercicios de funambulismo intelectual que son las predicciones son necesarios, porque si el futuro lo escribimos cada día, tal vez haya cosas que matizar, rumbos que corregir o decisiones transformadoras que adoptar. Para estar en el pelotón de cabeza y no en el furgón de cola hay que arriesgarse y predecir (con datos y argumentos). Por fortuna, de vez en cuando surge una figura visionaria que apostó por un determinado futuro y ganó. Si nadie se atreviera, viviríamos condenados a una aburrida certidumbre.
En general, ser escéptico es sano. Nada te sorprende y nunca se cae en un renuncio fruto del entusiasmo, la ignorancia o la credulidad. Cuando el escepticismo equivale a duda y aporta reflexión es el motor del progreso científico, pero cuando es una pose o un síntoma de conformismo resignado es un lastre, especialmente cuando se aplica al papel de la educación en el porvenir. Se oye con frecuencia que no merece la pena establecer políticas educativas para formar y orientar a la juventud hacia áreas laborales concretas porque nadie sabe cómo va a ser el trabajo en 10 años. Cierto, pero precisamente por eso hay que tomar la delantera, participar en la definición y el desarrollo de las tendencias mundiales (algunas ya se intuyen) y posicionar a la juventud para afrontarlas con garantías. Es la obligación de quien hoy está activo en campos generadores de empleo y de quien rige la política educativa. El Instituto Vasco de Aprendizajes Futuros nace con este propósito y, si sus diagnósticos se siguen de terapias políticas y sociales acordes, puede anticiparse su éxito.
Dicen que la izquierda educa para formar buenos ciudadanos y la derecha para formar buenos trabajadores. Valores y aptitudes son tan necesarios como insuficientes por separado. Se complementan y dotan a la persona de los mimbres precisos para labrar su futuro y contribuir al futuro colectivo. Si debe hacerse en el colegio, la familia o la cuadrilla es motivo de discusión encendida. Los valores se instilan fundamentalmente en el ámbito familiar y con los amigos (concepto confuso por la presencia masiva e invasora de las redes sociales). La escuela debería promover la enseñanza de valores universales, como los contenidos en la Declaración de Derechos Humanos y de las normas que rigen nuestra convivencia. Además, debería estimular el intelecto, la creatividad, el espíritu crítico y los valores de la Ilustración (razón y humanismo) para combatir el inevitable adoctrinamiento ideológico.
Pero no basta con ser bondadoso, hay que ser bueno, apto. La tecnología avanza a gran velocidad y hay que estar listo para adaptarse. Es la receta que merece una juventud desencantada tras dos crisis y que va a vivir casi 100 años en al menos 5 etapas vitales (la fórmula 'formación-trabajo-jubilación' ya no vale). A menos que la automatización se oriente en beneficio de todo ser humano y lleve a una sociedad basada en un ingreso universal, en la que el trabajo sea esporádico y facultativo y se dedique el tiempo al ocio y la autorealización. ¿Es el momento de esta visión ancestral compartida por algunos filósofos y economistas o es todavía una utopía lejana? ¿La liberación de la pena cartesiana del trabajo traerá felicidad y progreso?
Educación, juventud y futuro caminan juntos. Aunque los jóvenes vivan el presente con intensidad y se muestren despreocupados por el porvenir, están construyendo el futuro. Juventud y futuro fueron dos ejes tractores de la vida de Joxemari Korta, vilmente truncada por ETA –mañana hace 22 años–. Son los ejes perpetuos de la aspiración humana a vivir en un mundo cada vez mejor y con una juventud libre del veneno del odio, aunque algunos fanáticos pretendan seguir inyectándolo en sus cerebros en formación.
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