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Dormí en un prado de Riolago de Babia (León). Al amanecer, mientras recogía la tienda de campaña, pasó un señor azuzando dos vacas. Caminaba con unos zuecos sobre tres puntas de madera que ríete tú de las plataformas de las drag queens, y cuando vio ... la matrícula de mi Vespa me preguntó si venía desde San Sebastián. Después de charlar un rato, me despidió así: «¡Adiós y que no haiga novedad!».
Me dejó pensando. Yo viajaba precisamente en busca de novedades, de otros paisajes, otras personas, otras historias. Para aquel campesino, sin embargo, lo mejor que me podía desear era que no me pasara nada. A mí me viene bien que de vez en cuando me recuerden que mis viajes son por capricho, que buscar novedades es un lujo que nos permitimos quienes tenemos asegurado lo básico, incluso si lo hemos convertido en nuestro oficio. Al día siguiente sufrí la única avería de toda mi vuelta a España en Vespa: se me peló el cable del cambio, solo me entraba la tercera y llegué con apuros a un taller de Ponferrada. En plena novedad, me acordé del vaquero de Babia.
Tras dos años de pandemia, ni el más ingenuo ignora que la vida está plagada de amenazas, pero aspirar a que no nos pase nada es una buena manera de convertirnos en fósiles. En el cambio de año, en este momento arbitrario de la órbita terrestre en el que nos ilusionamos con mudar de piel, les deseo novedades, porque imaginen cuál es la otra opción. Y aquí, qué remedio, hemos venido a jugar.
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