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Antes del ADSL y de la Fibra, antes del 5G navegábamos por internet a través del teléfono fijo. Ptrrrriiiit tit pit prit. Tras una ruidosa letanía de pitidos el módem se conectaba a una velocidad máxima de 0,056 megabytes por segundo. Hace 20 años ... tardábamos una hora en bajar una foto de 3Mb. Hoy, la velocidad media de descarga es tres mil veces más rápida.
La aceleración de internet ha cambiado nuestra relación con el tiempo. La velocidad es el nuevo canon de calidad. Una app que tarde más de 4 segundos en iniciarse en el móvil provoca la ira del usuario más calmado. Cada vez somos más impacientes porque cronometramos la vida física con parámetros digitales. Exigimos que las instituciones, las empresas, los amigos, los hijos reaccionen en la vida real a la velocidad que se tarda en publicar un tuit.
El ritmo de esta vida digital nos impide fijar la atención. La actualidad es efímera y fulgurante. El último descubrimiento, debut, éxito, escándalo caduca al rato de aparecer. Esta inmediatez provoca una relación superficial con el arte o el conocimiento. Un libro, una película, una pintura requiere un tiempo de cortejo, de acercamiento, para despertar el deseo. El proceso enriquece el disfrute pero si consumimos rápido olvidamos rápido. Si no damos tiempo al conocimiento éste no deja poso. Las panaderías artesanas dejan reposar la masa cuatro horas pero la empresa que más pan vende aquí es una red de gasolineras. Hornea baguettes precocinadas en 10 minutos.
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